El cine, junto con el circo, el teatro, los toros o las peleas de gallo fue una de las múltiples diversiones que la sociedad porfiriana utilizaba para paliar sus momentos de ocio. En un somero, pero sucinto ensayo, Circo, teatro y variedades. Diversiones en la ciudad de México a fines del porfiriato, Ricardo Pérez Montfort detalla las diversas manifestaciones a las que nuestros bisabuelos acudían para pasar el tiempo libre.*
Como anota el investigador del CIESAS:
Mientras los paseos o los combates de flores remitían a las remembranzas nostálgicas de cierto provincianismo, el ir a una sala de cine o el asistir a un match de beisbol mostraban una disposición particular hacia lo moderno y urbano.
A continuación reproduzco el pasaje que corresponde al cine:
Pero hablando de cine, ya fuera a partir de los populares kinetoskopios, con todo y sus “vistas picantes” o como parte del ritual de asistir a un salón de proyecciones, en ese México a la vuelta del siglo, dicho medio de comunicación ya había conseguido su carta de ciudadanía. Aun cuando en sus primeros años en México el quehacer cinematográfico se caracterizó por la trashumancia, como bien lo dice Aurelio de los Reyes, ya para 1906, la ciudad contaba con 16 salones que proyectaban las novedades de las casas Pathé, Edison, Méliès, Gaumont, Urban Trading, Warwick, Mutascope y Poliscope (De los Reyes, 1977: 32-33). Al final de ese mismo año José Juan Tablada reconoció la popularidad del cine con la siguiente frase:
…has sido ¡oh año de 1906! El año del oro en circulación, el año del tifo siniestro, el año de la fiebre del automóvil y del sarampión del cinematógrafo. (cit. en De los Reyes, 1977: 33)
En los salones en los que se proyectaban las primeras “vistas” se podía reunir toda clase de representantes de los distintos, sectores sociales de la capital. Damas elegantes, fifíes y lagartijos se combinaban con palurdos, sirvientas y genízaros. Esta mezcla les pareció intolerable a ciertos sancionadores del buen vivir de la capital. Luis Reyes de la Maza cita por ejemplo a un periodista de la primera mitad del siglo que escribió:
Este espectáculo que eleva a las clases inferiores envilece y degenera a las superiores si a él sólo se entregan y consagran. El ejemplo que dan nuestros ricos en el cinematógrafo es desmoralizador y disgustante, no sólo por el bajo nivel que acusa el sentido general estético, sino por el contraste que presenta con los esfuerzos nobles de la burguesía por implantar y arraigar aquí el arte verdadero y alto que eleva el espíritu y hace florecer el amor al ideal. (Reyes de la Maza, 1968: 46-47)
Con todo y sus detractores, ir al cine poco a poco se convirtió en una actividad favorita de los capitalinos quienes no dejaron de asistir a las salas de proyección a partir de su instauración en el medio urbano. De nada sirvieron las diatribas, ni las objeciones. El cine llegó para ocupar las horas de ocio y entretenimiento de un amplio sector que rápidamente fue creciendo hasta extenderse prácticamente a toda la sociedad capitalina.
De los Reyes, Aurelio, El cine en México, 1896-1930 en Ochenta años de cine en México, UNAM, 1977.
Reyes de la Maza, Luis, Salón rojo, UNAM, 1968.
*Alteriadesde la UAM Iztapalapa, julio-diciembre 2003, año/vol. 13, número 26, pp. 57-66.
El material fílmico en la enseñanza de la historia*
Ricardo Pérez Montfort**
La imagen como punto de partida
En la pantalla aparecía la imagen en blanco y negro de Venustiano Carranza vestido de civil sosteniendo con ambas manos la bandera nacional. El viento la hacía ondear envolviendo la figura del prócer. De pronto una ráfaga levantaba la tela y hacía que la enseña jugueteara con el bombín del patriarca desacomodándose ridículamente sobre su cabeza. Mientras esto sucedía una voz en off se escuchaba diciendo: “En 1918 el presidente Carranza no acertaba a tranquilizar del todo a los mexicanos sobrevivientes de la contienda revolucionaria… En el Norte Francisco Villa, y Emiliano Zapata en el Sur se empecinaban en incomodar al primer jefe constitucionalista…”
Lo dicho por aquella voz en off pretendía, a la vez que comentar con ironía la incómoda situación en que se encontraba Carranza al momento de la filmación, hacerse de dicha imagen para editorializar sobre la fragilidad del primer gobierno constitucional de don Venustiano. Se proyectaba una imagen poco común de los próceres revolucionarios tan ligados a la retórica oficial de la historia de bronce, mientras el texto se apoyaba directamente en lo que podía verse en la pantalla para dar una interpretación un tanto más crítica del fenómeno histórico. Se daba así una relación estrecha entre el contenido de la imagen y la intención del texto. Una relación que iba más allá que la simple ilustración verbal sobre determinado trozo documental.
Desafortunadamente, esta parte del programa no pasó la censura. Sin embargo, otras experiencias que utilizaron la imagen como punto de partida para reescribir fragmentos de la historia de los primeros sesenta años del siglo XX, sí tuvieron un final más o menos feliz y formaron parte de la producción de la Unidad de Televisión Educativa Cultural de la SEP en el año de 1985. La serie televisiva tuvo el infortunado nombre de Siglo XX: La vida en México. Y tal parece que fue uno de los primeros intentos de hacer una historia de México y de gran parte de los acontecimientos internacionales que influyeron en el acontecer mexicano, partiendo de un discurso visual antes que de uno escrito.
La técnica utilizada fue bastante sencilla. Consistía en reunir todos los materiales documentales disponibles — fotografías, dibujos o películas — correspondientes a determinado periodo, por lo general no mayor de dos años. Siguiendo la lógica que la imagen dictaba, se iban pegando los trozos de documental con un orden en el que sólo privaban ciertos criterios temáticos, preestablecidos, muy generales. Para enlazar las imágenes se buscaban puntos de contacto tanto visuales como conceptuales.
Una vez que se tenía la imagen reunida en una sola cinta, el realizador — que por cierto tenía una mínima preparación de cineasta y de historiador — la dejaba pasar en la pantalla mientras escribía lo que la imagen le mostraba o sugería. Así, la sincronía del texto con la imagen podía controlarse sin alterar demasiado la primera edición del material visual.
Lo que se había logrado era la inversión de la clásica forma de hacer un programa o un documental de tema histórico. Originalmente, lo que se hacía era escribir un guión y después ilustrarlo. En el caso de la serie descrita, lo primero fue armar la imagen y en seguida escribir el texto, finalmente apoyarse en música correspondiente a la época que se estaba tratando en el documental, intentando que imagen, texto y música formaran un todo interrelacionado.
Desde luego se partió de una exhaustiva investigación de imágenes — las más que se podían reunir con un presupuesto más o menos generoso y un equipo de cinco investigadores. Este trabajo trató de reunir lo que quedaba del material documental accesible en prácticamente todos aquellos acervos de México que se habían salvado de la quemazón de la Cineteca Nacional en 1982. Se pudo contar con la colaboración de toda clase de instituciones oficiales, embajadas, colecciones privadas, salvo de la Filmoteca de la UNAM. Reunido el material cinematográfico se complementó con fotografías, grabados, pinturas, objetos, grabaciones, pistas de películas ficción y una vasta discografía.
El resultado fue, quizás sin querer, una primera aproximación visual —si se quiere gráfica (1) — y auditiva de la historia de México y del mundo hasta la década de los años sesenta, en la que la imagen y la música imperaban sobre las palabras. Con cierto humor, esta serie pretendía salirse de los clásicos esquemas patrioteros de la historia de bronce que privaba en la televisión mexicana y, en general, en los documentales históricos de este país. Pero lo más rescatable de aquella experiencia fue, a mi entender, el haber experimentado primero con escribir la historia a través de la imagen y la música, y después con la palabra.
La recepción de esta experiencia que ha pasado en diversas ocasiones por las pantallas hogareñas es un tanto incierta. Fue hecha con el fin de apoyar las lecciones de historia en el proyecto cultural de la Televisión Educativa Mexicana y sus 26 capítulos deberían poderse consultar en las diversas videotecas de la sep. Sin embargo, su uso en la enseñanza — fundamentalmente a nivel de licenciatura — ha tenido un impacto interesante. En primer lugar, despierta el interés implícito en el cambio de lenguaje pedagógico. En segundo, apela a la multiplicidad de la relación de texto, imagen y música que desde luego plantea innumerables vetas para ser explotadas como recurso didáctico por el maestro. En tercer lugar, apela a la posibilidad de tratar al cine, a la música y a la misma palabra que los acompaña en una fuente.
Escribir historia con imágenes
Gracias al intercambio con otras disciplinas — tanto en términos teóricos como a partir de técnicas específicas — la investigación y transmisión de la historia se ha enriquecido enormemente desde la aparición de los medios audiovisuales. Para los historiadores interesados en el siglo XIX y XX, hoy en día ya es prácticamente imprescindible hacer uso de las imágenes — fotografía o cine — en sus quehaceres profesionales. Incorporados al análisis aquellos elementos que por lo general sólo servían para ilustrar o para ejemplificar de manera superficial los acontecimientos históricos, la investigación en materia de imagen ha permitido una ampliación, e incluso una innovación, en la disciplina. Tanto en lo referente a la metodología como en la aparición de nuevos temas, hacer historia con imágenes, o si se quiere “escribir”historia con imágenes, se ha convertido en un reto fundamental para los historiadores contemporáneos.
Los trabajos de Marc Ferro, de Kevin Brownlow, de Roland Barthes, de Giséle Freund o de Michael Hiley han propuesto el uso de la fotografía y del cine como documentos a partir de los cuales es posible ensayar esa nueva visión del acontecer humano. Esta visión que en vez de concebirse como historia ilustrada pretende una historia gráfica, capaz de mostrar en imágenes mucho más de lo que puede decir un texto, apenas se está experimentando en este país.
Aunque todavía estamos lejos de producir buenos materiales de divulgación de la historia a través del cine ya se puede hablar de algunos intentos importantes. Poco a poco los fondos cinematográficos documentales se empiezan a abrir al discurso de los historiadores, sin embargo, todavía es incierto el trabajo de documentalistas-historiadores.
La historia del cine mexicano afortunadamente ya cuenta con una buena cantidad de especialistas y simpatizantes. Su utilización como fuente documental también ya ha enriquecido trabajos sobre la historia del teatro, de la música, de la fotografía, y del arte mexicano en general. Pero también el cine ha permitido acercarse a un aspecto un tanto difícil de sujetar de la historia contemporánea mexicana. Se trata de los valores y de las representaciones, de los rasgos de identidad y de los patrones de comportamiento de determinados estratos sociales. Como medio de comunicación masiva por excelencia el cine ha transmitido y expresado una gran variedad de estereotipos y modelos que resumen, a veces intencionalmente y a veces sin querer, los parámetros morales o de identidad de clase imperantes en determinado tiempo y espacio y por determinado estrato social. Así es posible adentrarse en algunos valores de las clases medias de los años 30, 40, 50 o 60 a través de su representación cinematográfica, de la misma manera como es factible reconstruir un concepto completamente irreal y por lo tanto claramente mediatizado del campo mexicano o de las vecindades populares, a través de las películas de charros o los melodramas urbanos de la llamada época de oro del cine nacional. Pero a través del cine de ficción también es posible pulsar algunas de las preocupaciones más relevantes de ciertos sectores sociales mexicanos en determinados momentos. Por ejemplo: la reivindicación de las regiones folklóricas del país en el cine de los años 30 y 40 plantean la necesidad de un reconocimiento de los estereotipos nacionales y su fusión para lograr la unidad nacional; y las películas juveniles de los años sesenta presagian de alguna forma la confrontación generacional característica de aquella década.
Son varios los especialistas que se han ocupado de estos asuntos tanto a nivel nacional como regional. Entre los primeros habría que destacar los trabajos de Margarita de Orellana, Aurelio de los Reyes, Manuel González Casanova, Emilio García Riera, Jorge Ayala Blanco, Francisco Sánchez, Gustavo García, Nelson Carro, Paco Ignacio Taibo, David Ramón, Ángel Miquel y Andrés de Luna. (2) Y entre los segundos se deben mencionar las aportaciones de Julia Tuñón y su trabajo sobre el cine tapatío, Gabriel Ramírez y sus pesquisas sobre el cine yucateco y Ángel Martínez Juárez y su tesis inédita sobre el cine michoacano. (3)
Sin embargo, hay una vertiente relevante del cine mexicano que, a pesar de su riqueza, ha recibido muy poca atención de los estudiosos. Se trata de lo que llamamos cine documental.
A lo largo de toda su historia este cine documental ha intentado acercarse a la realidad a través de una mirada pretendidamente distinta a la del cine de ficción. Una mirada que más que apelar a la imaginación o a la recreación quisiera dar fe de hechos concretos, acontecimientos llamados verídicos y situaciones que en pantalla adquieren — por el hecho de ser documentales — una connotación de verdaderas. (4) El documental incluso ha servido como elemento de comprobación de acontecimientos históricos específicos y en términos generales ha estado más cerca del testimonio vivo o de la justificación discursiva de la historia que del recuento o la reconstrucción basados en ejercicios creativos.
De ahí quizá su estrecha relación con la historia como acto de conocimiento, como factor explicativo y como recurso de divulgación. (5)
Desde sus inicios el cine documental ha sido un espléndido captador de momentos. A veces voluntaria y a veces involuntariamente, lo que ha sucedido frente a una cámara ha servido como documento — aquello que da fe de una existencia. Esto es: lo que consideramos irrepetible — léase un hecho anodino o un hecho histórico — al ser captado por un aparato de cine puede volverse a ver, simulando un “tal como fue”cuando “fue”frente a la cámara. (6) Y la imagen en pantalla puede llegar a ser mucho más convincente que una interpretación escrita o que una inmóvil fotografía. Y ese acontecimiento impreso en el celuloide, por el hecho de aparecer como documental adquiere casi siempre connotaciones comprobatorias. Podemos no creerle al informe que tal o cual persona hizo sobre determinado acontecimiento. Podemos también dudar de la veracidad de una fotografía y apelar a las conocidas reconstrucciones ficticias de los fotomontajes. Pero difícilmente dejamos de identificar las imágenes en movimiento de un documental como algo que “realmentesucedió”o, por lo menos, como testimonio “verídico”del acontecimiento que retratan.
Sin pretender entrar en una barroca discusión sobre la verdad histórica o sobre la capacidad de las ciencias sociales de comprobar científicamente sus conclusiones o presupuestos, es posible estar de acuerdo en que la historia ha buscado descubrir, documentar, explicar y entender el pasado. Para ello se ha valido de múltiples artimañas y métodos: desde las referencias más materiales y concretas hasta las más espirituales y etéreas. El cine documental ha hecho algo parecido aunque no solamente con el pasado, sino más bien con todo aquello que cabe dentro de la realidad fotografiable.
Pero detengámonos un momento en la relación que guardan el cine documental y la historia de este país. Desde los iniciales encuadres realizados para lograr las primeras vistas mexicanas es posible hablar de la existencia de cine documental en la historia nacional. Registrar cómo era México, cómo era su geografía y cómo eran sus habitantes fue una preocupación que acompañó a las primeras incursiones cinematográficas mexicanas de fines del siglo pasado. Y esta preocupación ha sido una de las más claras constantes en la historia de los documentales del país.
Ya sea por el afán noticioso, por el simple gusto de registrar, por la avalancha de los acontecimientos, por las posibilidades que ha brindado su uso político o porque responde a una necesidad básica — la de la supervivencia (los documentales también han dado de comer a muchas familias mexicanas) — el cine documental ha estado presente a lo largo de todo el siglo XX mexicano.
Desde los viajes de don Porfirio a la península de Yucatán hasta los recientes procesos electorales en tierras michoacanas o potosinas, los documentalistas mexicanos y extranjeros han podido dar cuenta de gran parte del acontecer nacional, de tal manera que es posible afirmar que pocos acontecimientos relevantes del siglo XX mexicano se han privado de cuando menos una referencia fílmica. Casera o profesional, de amateur o de conocedor, la factura de estos registros es muy variable. Sin embargo, no creo aventurado afirmar que ahí están, esperando a que alguien los descubra y los emparente con la historia explicativa — o simplemente visual — del país.
Afortunadamente, ya se cuenta en México con algunos depósitos dedicados a resguardar documentales: la Filmoteca de la UNAM, la Cineteca Nacional, el Centro de Cortometraje del Imcine, la Unidad de Televisión Educativa de la SEP e incluso algunas colecciones privadas importantes como la de Televisa. Sin embargo, poco se ha hecho a favor de su catalogación rigurosa y mucho menos en cuanto a su incorporación al mundo de la investigación y la divulgación históricas.
El mundo de los documentales inexplicablemente parece ajeno al de los historiadores. Más bien son los cineastas, los comunicólogos, los periodistas y alguno que otro antropólogo, los que de vez en cuando incursionan en el laberinto del celuloide histórico. Como ya se ha dicho, existen varias y buenas historias del cine de ficción en nuestro país. Pero no existe una sola referencia sobre el cine documental y los documentalistas mexicanos del siglo XX. Se les menciona ocasionalmente, pero tal parece que no forman parte de nuestra historia reciente, a pesar de que muchos de ellos la han sabido documentar de manera ejemplar. Figuras de la talla de Antonio Reynoso, Rafael Corkidi, Fabián Arnaud Jr., Xavier Rojas L., Gloria Ortega, Horacio Alba, Jesús Moreno, Guillermo Romero, o Ignacio López, no son muy conocidas por sus aportaciones documentales a la historia mexicana. Quien se acerque a los noticieros fílmicos de los años 30, 40, 50 y 60 no podrá olvidar los nombres de estos extraordinarios cronistas visuales del México contemporáneo.
Pero el cine documental no es solamente el registro visual de los acontecimientos. Es también la interpretación de esos mismos acontecimientos, de la misma manera como la historia no es sólo la enumeración de los hechos. Se trata más bien del sentido que estos hechos adquieren en la conciencia de la gente o si se quiere simplemente en el recuento del historiador. El documentalista ordena sus tomas como cree factible la explicación o por lo menos, como le resulta viable su propia concepción del fenómeno retratado. En ese orden van implícitas sus emociones, sus compromisos o sus ideas. El documentalista, como el historiador, presenta sus datos con uno o varios fines determinados: mostrar cómo fueron o cómo son las cosas según su punto de vista.
Y con los documentales sucede igual que con cualquier otra fuente: puede venir otro sujeto y ver lo mismo, pero reinterpretarlo, quizá reordenarlo y eventualmente reexplicarlo. Sin embargo al inicio de este proceso siempre es necesario tener una pista de la fuente o del documental.
Me temo que los historiadores mexicanos del siglo XX apenas nos estamos acercando a estos materiales y bien a bien no sabemos todavía qué hacer con ellos. Por lo pronto quizás habría que verlos y darles algún sentido menos inmediatista. Ahí están, en las bodegas de la Filmoteca, de la SEP o de Televisa, miles de miles de rollos y de en espera de un paciente historiador-comunicólogo capaz de valorar su condición de fuentes primarias para el estudio de la historia contemporánea de México.
En materia de enseñanza, desafortunadamente también, todavía son pocos los intentos de sistematizar la relación entre cine documental y pedagogía. Hasta la fecha las referencias apelan fundamentalmente a la intuición de los maestros, quienes la mayoría de las veces tienen que luchar para conseguir primero los trabajos de ficción y mucho más para acercarse a los documentales que de por sí no abundan ni en las escuelas ni en los centros especializados. Las instituciones capaces de financiar y prestar los servicios audiovisuales en general son, en México, escasas y sus alcances bastante limitados. De ahí que no nos queda más que apelar a la esperanza para que tanto autoridades como historiadores y maestros se sensibilicen sobre el enorme valor de enseñar con aquellos materiales que sirven para escribir historia con imágenes.
Notas:
(1) La discusión sobre qué es historia ilustrada y qué historia gráfica es larga y barroca. Para simplificar dicha discusión sin mayor afán que un principio de claridad, se puede afirmar que historia ilustrada es aquella que se escribe primero y luego se ilustra e historia gráfica es aquella en la que se utiliza la imagen como fuente de investigación y la ocupa como parte de su discurso — a veces como hilo conductor, a veces como complemento de lo expresado en su texto.
(2) Son dignos de mención los siguientes trabajos: Aurelio De los Reyes, Los orígenes del cine mexicano 1896-1900, México, UNAM, 1972; Emilio Garcia Riera, Historia documental del cine Mexicano, 9 vols., México, Ed. ERA, 1969-1976; Jorge Ayala Blanco, La aventura del cine mexicanoMéxico, Ed. Posada, 1985; Margarita de Orellana, La mirada circular. El cine norteamericano de la Revolución Mexicana 1911-1917, México, Joaquín Mortiz, 1991; Manuel González Casanova, Las vistas. Una época del cine en México, México, INEHRM 1992; Aurelio De los Reyes, Medio siglo de cine mexicano (1896-1947), México, Trillas, 1988; Emilio García Riera, México visto por el cine extranjero, 5 vols., México, Ed. ERA y Universidad de Guadalajara, 1987; Francisco Sánchez, Crónica antisolemne del cine mexicano, México, Universidad Veracruzana, 1989; Gustavo García, El cine mudo mexicano, México, Martín Casillas Editores y SEP, 1982; Andrés de Luna, Labatalla y su sombra (La revolución en el cine mexicano), México, UAM, 1984; David Ramón, Sensualidad. Las películas de Ninón Sevilla, México UNAM, 1989; Paco Ignacio Taibo, El indio Fernández, El Cine por mis pistolas, México, Joaquín Mortiz, 1986.
(3)vid.- Julia Tuñón, Historia de un sueño. El Hollywood Tapatio, México, UNAM y Universidad de Guadalajara, 1986; Gabriel Ramírez, El cine yucateco, México, UNAM, 1980.
(4)vid.- Margarita de Orellana, Imágenes del pasado. El cine y la historia: una antología. México, Premiá Editores, 1983.
(5)vid.- MarcFerro, Cine e historia, España, Gustavo Gili, 1980.
(6) Una crítica severa a esta premisa puede consultarse en Edgar Morin, El cine o el hombre imaginario, España, Seix Barral, 1972.
* Publicado en Correo del Maestro, número 37, junio 1999.
** Profesor/investigador del CIESAS. Entre sus escritos destacan: Oaxaca en el cine: el caso del mexicanismo de «El Indio» Fernández y los afanes paisajistas de Ánimas Trujano de Ismael Rodríguez, Acervos, t/v 7, 2005, otoño-invierno, México y Sobre cine científico, video documental, internet y otras variantes modernas, Desacatos: lo visual en Antropologia, t/v 8, 2002, México. También fue responsable de la cátedra doctoral Apreciacion cinematográfica: géneros del cine mexicano en el Centro de investigación y docencia en humanidades del Estado de Morelos.