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La inmigración española en el cine mexicano o el viaje perpetuo, 1896-1978

La inmigración española en el cine mexicano o el viaje perpetuo, 1896-1978 (Fragmento)*

Eduardo de la Vega Alfaro

Según lo han demostrado los valiosos estudios de los investigadores Michael Kenny, Nicolás Sánchez-Albornoz v Clara E. Lida,1 la inmigración española en México es un fenómeno mucho más complejo de lo que siempre ha parecido. Por principio de cuentas, si se coteja con las olas migratorias masivas que hacia finales del siglo XIX partieron de España con rumbo a otros países de América Latina como Cuba y Argentina, tal inmigración en territorio mexicano ocurrió más bien «por goteo» y debido, principalmente, a causas económicas. Al decir de Clara E. Lida: “A grandes rasgos sabemos que quienes desde fines del siglo XIX emigraban [de la Península Ibérica] por motivos preponderantemente económicos eran hombres jóvenes y solteros (aunque no hay que olvidar la presencia femenina), que en general pertenecían a estratos sociales bajos, conformados en su mayoría por una mano de obra jornalera del campo y la ciudad, o, en el mejor de los casos, de artesanos más o menos calificados y de pequeños agricultores y pastores. En México, los inmigrantes se insertaron especialmente en centros urbanos y participaron, sobre todo, en áreas productivas vinculadas con el comercio y la manufactura, mientras que los menos se dedicaron a actividades agropecuarias. Sabemos que las expatriaciones de peninsulares tuvieron un marcado sello económico, producto del menor grado de bienestar de la zona de origen y de los mayores atractivos laborales y materiales de las áreas receptoras, sin mencionar, además, causas políticas coyunturales como podían ser las guerras de Cuba y África, v el consiguiente deseo de escapar de un largo y temido servicio militar. Sin embargo, a lo anterior contribuyeron de modo decisivo los vínculos sociales – familiares o vecinales –, y las noticias e informes que enviaban a sus antiguos lares quienes ya se hallaban instalados en América. En ese sentido (…), quien emigraba no lo hacía solo, sino como parte de una amplia red de solidaridades (…).2

El hecho es que durante una etapa enmarcada entre los años 1880-1930 (con la salvedad del periodo correspondiente a la Revolución Mexicana), la inmigración española en México fue no sólo un proceso más o menos constante sino que, por una especie de tradición que podría remontarse hasta el siglo XVI, se tradujo en una fuerte presencia económica, cultural y social, por lo que no debe extrañar que una de las primeras «vistas» filmadas en territorio mexicano por el enviado de la empresa Lumière aluda precisamente a ello. En efecto, las breves imágenes incluidas en Baile de la romería española en El Tívoli del Eliseo, realizada en 1896 por Gabriel Veyre, no sólo integran un típico cuadro costumbrista con un entusiasta grupo de hombres y mujeres ejecutando lo que parece ser una jota aragonesa, sino que, en su debido contexto, se ofrecen como testimonio de la importancia y el peso de la tradición hispana arraigada en la otrora Colonia como consecuencia de la incesante inmigración. Si tomamos en cuenta que esa «vista» fue una de las poco más de treinta que Veyre y su asistente C. Ferdinand Bon Bernard imprimieron durante su estancia de alrededor de cuatro meses en México, el mencionado caso revela su honda significación.3 Dato complementario no exento de interés: un año antes de la realización de Baile de la romería…, el Censo General de la República Mexicana había revelado la presencia de alrededor de 13.000 españoles avecindados en el país, la mayoría de ellos en la ciudad de México (4.124) y el estado de Veracruz (2.760).

Un sentido más o menos similar al de la cinta de Veyre debio tener Rosario Soler en Sevillanas, «vista» realizada por el pionero mexicano Salvador Toscano y exhibida en diciembre de 1899 en la ciudad de San Luis Potosí, que según parece captó unos momentos de la ejecución del mencionado baile por parte de la señora Soler, artista de origen español; Fiesta de la Covadonga en El Tívoli del Eliseo, tomada y exhibida por el mismo Toscano en la ciudad de México durante el mes de abril de 1906; Fiestas de la Covadonga, filmada y presentada por Julio Kemenydy en septiembre de 1908, y Fiestas del Centro Vasco en las que figuran misa, romería en el Tívoli y una encerrona en la Plaza México, exhibida en agosto de 1913 en el cine Palacio de la ciudad de México. Todas esas cintas se ubican dentro del largo periodo preindustrial en el que el género documental predominó dentro del panorama de la cinematografía mexicana. No deja de llamar la atención que las últimas tres aludan a las tradicionales festividades organizadas por diversas asociaciones de españoles residentes en México, mismos que, para 1910, habían aumentado su número en alrededor de 29.500,4 de los cuales 12.227 vivían en la ciudad de México. Cabe destacar que, de acuerdo con Michael Kenny5 el Centro Vasco, referido en la película exhibida en el cine Palacio, se había fundado en 1909, misma fecha de inicio de las labores del Centro Andaluz; junto con el Orfeó Catalá, inaugurado en 1905, ambas asociaciones eran ejemplos de los «clubes regionales» que comenzaron a proliferar por entonces en la capital del país.

El estallido de la Revolución Mexicana de 1910-1917, y su consecuente «baño de sangre», marcó un retroceso en el crecimiento de la inmigración y residencia española en México, fenómeno decreciente que se prolongaría hasta principios de la década de los veinte.6 Durante esos años, el cine mexicano se dedica a registrar la intensa lucha de facciones. Pero concluido el movimiento revolucionario y ante la perspectiva de poder convertir el cine nacional en una industria a imagen semejanza de otros modelos como el francés, italiano, danés. sueco y hollywoodense, los cineastas locales explotan diversos temas entre los que destaca el de la Conquista militar y espiritual de México y de otros países de América Latina. Esta novedad, sustentada en películas de argumento al estilo de Tepeyac (José Manuel Ramos y Carlos E. González, 1917), Tabaré (Luis Lezama, 1917) y Cuauhtémoc (Manuel de la Bandera, 1918), marcaría la pauta para mostrar en pantalla los primeros estereotipos del avieso conquistador llegado de la península ibérica con el único afán de destruir la cultura autóctona enriquecerse a toda costa, asunto que incluso podría interpretarse como una velada expresión del prejuicio con el que algunos sectores sociales de aquella época seguían contemplando el fenómeno de la inmigración española: un simple pretexto para «hacer la América», en detrimento de los trabajadores locales. Esa visión parece haber tenido su origen en la serie de privilegios que la dictadura liberal encabezada por Porfirio Díaz entre 1876 y 1910 había brindado a los capitalistas extranjeros, peninsulares ibéricos incluidos.

Con el país en relativa calma: necesitado de mayor inversión de capital así como de apertura de fuentes de empleo, el gobierno del general Álvaro Obregón (1920-1924) permitió una entrada libre de inmigrantes extranjeros, hecho que se tradujo en una nueva tendencia alcista en los flujos de inmigrantes provenientes de las diversas provincias de España. Como consecuencia de ello, para 1930 el Quinto Censo de Población registró un total de 35.789 españoles residentes en territorio mexicano; de ellos, 22.754 (un 63.5%) vivían en la ciudad de México. A fines de ese mismo año, Serguei M. Eisenstein arriba a México con la idea de realizar una magna obra sobre el paisaje, la historia, la cultura y la gente del país, misma que iba a incluir un episodio intitulado «Fiesta» acerca de la herencia española, sintetizada ésta en los rituales católicos y en las formas de la tauromaquia.7 Como se sabe, ese provecto no pudo ser concluido pero, basándonos en las imágenes captadas por Eisenstein y su camarógrafo Eduard Tissé, podemos apuntar que el gran cineasta soviético tenía pensado dar realce a las festividades y costumbres españolas profundamente arraigadas en el México de finales de la década de los veintes del siglo pasado. Y aunque no se tratara propiamente de un intento por representar alguna arista del fenómeno de la inmigración española al país, esas imágenes parecían aludirla.

Coincidiendo con la estancia de Eisenstein en territorio mexicano, la cinematografía del país comenzó a explorar las posibilidades del sonido integrado a la imagen, lo que finalmente permitiría sentar las bases del proyecto industrial luego de que los intentos anteriores habían fracasado debido, entre otras causas, al abismal predominio del cine hollywoodense y extranjero en las pantallas nacionales: según cifras contenidas en la Cartelera Cinematográfica 1920-1929, obra de Jorge Ayala Blanco y María Luisa Amador, de un total de 5.044 cintas de largometraje estrenadas durante esa década en la ciudad de México, 3.981 (es decir, el 78.9%) provenían de «la meca del cine», mientras que 64 (un raquítico 1.3%)  habían sido hechas en territorio mexicano.

A lo largo de los primeros años de la década de los treinta, el cine mexicano explora diversos temas y géneros en busca del mercado que le permita convertirse en una instancia económica sólida y rentable. No puede pasarse por alto que en aquel proceso de transición y búsqueda participaron varios inmigrantes de origen hispano que terminaron por incorporarse plenamente a la cinematografía nacional: entre ellos destacan las respectivas figuras de Manuel Noriega, Julio Villarreal, Ramón Pereda, Ernesto Vilches v Juan Orol García, quienes, en calidad de productores, directores y/o actores, aportaron su capacidad y experiencia en la conformación de la industria fílmica mexicana.8

Notas:

1 Véanse, sobre todo. Michael Kenny et al., Inmigrantes y refugiados españoles en México. SigloXX (México D. F., Editorial Casa de la Chata, 1978); Nicolás Sánchez-Albornoz (coord.), Españoles hacia América. La emigración en masa. 1880-1930 (Madrid, Alianza Editorial, 1988), y Clara E. Lida, Una inmigración privilegiada. Comerciantes, empresarios y profesionales en México en los siglos XIX y XX (Madrid, Alianza Editorial, 1994).

2 Clara E. Lida, con la colaboración de Leonor García Millé. «Los españoles en México: de la Guerra Civil al Franquismo. 1939-1980», en Clara E. Lida (comp.), México y España en el primer Franquismo, 1939-1950: rupturas, relaciones oficiosas, (México D.F., El Colegio de México, 2001), pp. 205-206.

3 Para mayores datos acerca de los inicios del espectáculo cinematográfico en México, véase Aurelio de los Reyes, Filmografía del cine mudo mexicano, 1896-1920, (México D.F., Filmoteca de la UNAM, 1986) y Juan Felipe Leal et al., El arcón de las vistas. Cartelera del cine en México, 1896-1910, (México D.F., UNAM, 1994).

4 Ello según cifras compiladas por Clara E. Lida en Inmigración y exilio. Reflexiones sobre el caso español (México D. F., Siglo XXI Editores /  El Colegio de México. 1997) p. 64.

5 Véase Michael Kenny, “Emigración, inmigración. remigración: el ciclo migratorio de los españoles en México», en Michael Kenny Inmigrantes y refugiados españoles en México. Siglo XX, p. 81.

6 Clara E. Lida (en Inmigración y exilio Reflexiones sobre el caso español, p.54) apunta que por esas fecha la población de residentes españoles en México sufrió un “crecimiento negativo de -9.706, en su mayoría producto de re-emigraciones a países vecinos, especialmente a los Estados Unidos y Cuba, y a España y Europa antes de estallar la primera guerra mundial en 1914”. Por su parte, en base al Anuario estadístico, Kenny señala que, entre 191 1 y 1915, alrededor de 14.000 españoles regresaron a España luego de radicar y trabajar en México por algún tiempo.

7 Una biblio-hemerografía básica acerca de ese momento en la vida del autor de El acorazado Potemkin está incluida en Eduardo de la Vega Alfaro, La aventura de Eisenstein en México (Cineteca Nacional, No. 6, Nueva época, México D. F., 1998). p. 50.

8 Tampoco habría que olvidar los casos del andaluz Francisco Elías, que, según su propia versión, en 1922 había realizado en la hacienda de Canutillo, estado de Durango, el documental Epopeya, mismo que exaltaba a posteriori las hazañas militares del célebre revolucionario mexicano Francisco Villa, ni del madrileño Antonio Moreno que, luego de una fructífera trayectoria en Hollywood, fue traído a México para dirigir Santa (1931) y Águilas frente al sol (1932), películas fundacionales del cine mexicano con sonido integrado a la imagen. Cabe agregar que en ésta última debutaría para el cine mexicano el madrileño Julio Villarreal, de larga trayectoria en ese medio.

*Tomado de Secuencias: revista de historia del cine 22 (2005): 48-51.