Rodolfo Gaona en la metrópoli de los rascacielos

Este artículo de Enrique Uhthoff, al igual que la fotografía y la caricatura aparecieron publicadas en la revista Cine-Mundial, vol. 5, noviembre 1920, pp. 924 y 925:

Rodolfo Gaona en la metrópoli de los rascacielos

 Palabras del recuerdo. La puerta del misterio. El caso trágico. Rodolfo y Rodolfito

Le dejé en la calle de Alcalá y he vuelto a encontrarle en Broadway. Ambas calles separadas por la ancha plaza azul del Atlántico; una plaza «que ríase usted» de la de la Concordia.

En Alcalá, la color morena de mestizo mejicano de Rodolfo Gaona, «rimaba» con la de andaluces del sur que viven en la ciudad de la simpatía (lea usted Madrid); aquí, en esta ciudad de lo rubio, el moreno del gran torero estalla en prieto vivo.

La gente lo mira con extrañeza. El tipo indio, el enorme brillante que porta en un dedo meñique, los ojos negros y melancólicos, como añorando lejanos paisajes. Debe ser un Rajah de la India, pensará esta gente que atareada va y viene y cuyo «dinamismo» contrasta con la placidez de desocupado con que avanza el Rajah-torero.

—¡Gaona!

—¡Uhthoff!

—¡Viejo! ¿Tú por aquí?

Nos dimos un buen abrazo cordial. Me parecía que tenía entre los brazos un haz de recuerdos, como un haz de frescos jacintos. Nuestra vida de Madrid. Noches brillantes de la Bombilla; noches de mantón de Manila, de Jerez — padre de la Alegría — de organillo, de «agarraos», de cantares flamencos; noches de la Cuesta de las Perdices, tardes dominicales, de toros, vestidas con sus trajes de luces de azul y oro; cenas de rompe y rasga en «ca» la Concha o en Botín; encerronas en Torrelodones; tabernas de las que de vez en cuando resonaba la voz envinada de Joaquín Dicenta, y las quejumbrosas de gitanas «cantaoras»; un viaje a Lisboa, otro a San Sebastián. ¡Qué sé yo! Recuerdos y recuerdos que de improviso tenía yo ante mí, entre mis brazos.

Después de cinco anos de expatriación, Gaona, considerado como una de las cuatro «estrellas» culminantes en el arte de la tauromaquia, regresa a su país, a lucir en una serie de corridas, sus famosas verónicas y sus pares de banderillas al quiebro. Justo era que, al pasar por aquí, nosotros le cortásemos el paso para «prenderle» una entrevista.

Era un día de corrida y era en San Sebastián. Gaona y yo vivíamos en el mismo hotel, en el «Hotel México», cual correspondía a dos mejicanos, el uno de León y el otro de Atlixco, nombre chichimeca.

Había anunciados miuras que torearían Machaquito, Cochero de Bilbao y Gaona de León.

Dos o tres horas antes de la corrida, observé que mi paisano, no tenía ciertamente la tranquilidad de espíritu de un abad; bien por el contrario, era presa de zozobra, de inquietud, de nerviosismo, que le obligaban a andar y a desandar por la habitación del hotel, incesantemente. Era miedo.

Ante aquel espectáculo de un hombre empavorecido, que ya podría gozar de quietud, merced a su pingüe hacienda, me aventuré al consejo:

—Oye, Gaona: ¿por qué no dejas los toros, y te vas a vivir agradablemente a Madrid o a Méjico?

Se revolvió airado el glorioso torero:

—¿Dejar los toros? ¿Ahora que estoy en plenitud de facultades, dispuesto para la lucha y el triunfo? ¡Qué disparate! ¿Por qué lo dices, porque me ves con un poco de nerviosismo? (El llamaba «un poco de nerviosismo» a aquel estado de pavor.) ¿Tú crees que yo soy el único «mataor» que está así antes de una corrida de miuras? Ahora vienes conmigo al patio de cuadrillas para que veas las caras de los otros.

Así fué hecho. En una carroza, sonora de cascabeles, fuimos Gaona y yo a la plaza de toros. Un bello traje el suyo, rojo y oro. Bajo el sol de la siesta refulgía cual casulla ante cirios.

En el patio de cuadrillas Machaquito y Cochero, los picadores y los «peones». Había allí ambiente funerario. Fuera, en el circo, una vibración de sol y de júbilo ansioso.

—Fíjate en los otros.

Me fijé. Machaquito tenía color verde de cobre oxidado; paseaba lentamente, con la cabeza baja. El otro espada, el de Bilbao, ostentaba unas ojeras, colgadas cual columpios, de los lacrimales a las orejas. Hablaba con voz opaca y tragaba sin cesar, o procuraba tragar, líquido que la boca le negaba.

Aquello era miedo, sí señor; pavor por la lucha que se acercaba, con las fieras del coso y con la otra, la fiera colectiva que bramaba en los tendidos.

Vibró un clarinazo. Fué como una estría de oro sobre el azul. Después, los sones entre zandungueros y tristes de un pasodoble flamenco y entonces Gaona, ciñendo al talle el coruscante capote de lujo, me dijo: —Tampoco los otros están muy tranquilos, tú has visto. ¿No ves que vamos al misterio? Tras esa puerta está o la gloria o el dolor o la muerte. No sabemos, dentro de una hora, qué será de nosotros. ¿Hay motivo para estar nerviosos?

Pocos más a propósito para hablar al público del famoso torero mejicano, que Enrique Uhthoff, compatriota suyo, que ha seguido sus triunfos a través de las plazas de toros de España, Méjico, Francia y Portugal y que, compañero suyo de paseos y correrías, ha sorprendido sin duda muchas modalidades intimas de este «ídolo del coso.»

¡Aquella historia trágica! El acontecimiento horrible fué en Méjico, hará nueve años.

Eran tiempos de gloria esplendorosa para Gaona.

El novillero acababa de trocarse en espada de los de la «élite».

Cine-Mundial, noviembre, 1920

¿Empleamos dos símiles del botón que revienta en rosa o el de la crisálida y la mariposa? No. Porque en ellos han puesto el cálamo escritores y escritorzuelos desde los egipcios hasta nuestros días.

Gaona era ya un gran torero, cuya característica era la suprema elegancia. Bello el muchacho de León, jugándose la vida gallardamente, vestido de seda y de oro.

Durante el drama ardiente de la corrida, varias mujeres juntaron las manos en gesto de plegaria ante la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe en el retiro del hogar, y entre ellas, una, nubil aún, linda, blanca y rubia como una margarita. La niña fué engañada por unos granujas. Fué llevada a una casa a la cual, se la dijo, iría Gaona. Titubeó la muchacha. ¿Cómo era posible ir? ¿Y si lo sabía su madre? Mas fué convencida al fin. Era una enamorada.

Allí en la casa un festín canallesco de alcohol y de lascivia. Una tarde de decepción y de fracaso para la niña, pues Gaona no apareció. Horrible la caída. Se la dio alcohol abundantemente. —Vamos, beba usted; si esto no hace daño. La próxima copa la tomamos con él, porque no debe tardar.

Entre los truhanes pasó la noche embriagada de alcohol por la primera vez en su vida. A la madrugada fué su embriaguez de amargura. ¡ Aquel tronchamiento brutal de flor en germinación! El engaño inicuo la torturaba hasta la locura. Al llegar a la casa materna, a dulce hora matinal, tomó un revólver y se disparó un balazo en la sien.

Y he aquí el epílogo de aquella vida de infeliz enamorada: un cuerpo bello de veinte años, brutalmente estrujado, y un hilo de sangre que lentamente, tristemente mana de una herida.

Gaona fué llevado a la cárcel, a la terrorífica cárcel de Belén. Pudo probar la coartada y salió, pero, en el ánimo del público siempre quedó una sombra de duda.

Pasaron los años. Una noche, yacíamos Gaona y yo frente a una mesilla en la terraza del Casino de San Sebastián. Había entre ambos un estado de confidencia. —Dime, ¿y la muchacha aquella de la tragedia le pregunté, con curiosidad de escritor que quiere sorprender el asunto emocionante.—Dime la verdad.

—Te juro por la memoria de mi padre que en mi vida la vi.

¿Conoce usted, lector, un caso más doloroso y siniestro de desgracia y de bestialidad humana?

Al escribir estas líneas siento que en mi alma se levanta una oración por el alma de Margarita Noecker.

Dejé en Madrid a Rodolfo Gaona solo y ahora me le encuentro en New York con Rodolfito. «Creced y multiplicaos».

Rodolfito es un pimpollo de apenas dos años y medio, menudo, gracioso, vivaz.

Tiene «la misma» cara del padre. Es un parecido notable.

Al padre se le cae la baba ante su retoño, según se dice, aunque no sea muy limpio el decir. Muchachito sano y listo, el vástago es la piel de Judas.

—¿Qué va a ser este niño cuando sea mayor?

—Torero, qué duda cabe—contesta el padre.

—¡Dios nos asista! Será abogado—interrumpe la madre.

—¡Qué abogado, ni abogado !—vuelve a decir el padre, quien por la curia siente un sagrado horror, desde el divorcio, pues Gaona es divorciado de la señora Moragas, una actriz muy linda ella, que formaba parte de la compañía Guerrero-Mendoza.

¿Abogado su hijo? Jamás. Será torero, para establecer la dinastía Gaona, como fue establecida la dinastía de los Gallos.

Rodolfito, ajeno a esta controversia paterna sobre su futuro profesional, le «atiza» un palo a un dependiente de la tienda en donde tiene efecto la escena. Ante la inusitada caricia, el hortera mira con extrañeza al bebé.

—Tú ves—me dice.—Con estos instintos no se puede ser abogado. Le ha puesto la gran vara al hombre. Está hecho el niño para la lucha taurina.

—Es que hay abogados con «instintos».

—No me hables de eso.

Cine-Mundial, noviembre, 1920

Viene Gaona de España y va a Méjico a torear.

Tarde que toree, cinco mil dólares que entran en sus arcas.

—¿Cuáles son tus proyectos?

—Torear dos o tres años más, y si en Méjico hay tranquilidad (qué sí habrá), vivir en Méjico por el resto de mis días, podando y regando el arbusto.

Y así terminará, placenteramente paternal, esa vida de turbulencia, de pasión, de fracaso, de triunfo, llameante cual un capote de paseo, puesto al sol.

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