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Partida ganada (1920)

Brevísima reseña que Epifanio Soto, hijo escribió sobre la película Partida ganada que se publicó en Cine-Mundial, vol. 5, septiembre, 1920, pp. 809:

Esta otra cinta a cuadros típicos que presentó La Cinema con argumento dramático de Guillermo Ross, adaptación de Ramos y Castilla, dirigida por éste e interpretada por él mismo con Torres Ovando y Rutila Urriola, es muy inferior a «Viaje Redondo».

La trama fué un cuento al que la pantalla despojó de su original amenidad por ese defecto principal de toda nuestra producción, consistente en hacer largas y lentas las escenas que debieran ser cortas y rápidas; la dirección revela un desconocimiento absoluto de su parte; la fotografía, recargada al principio de colorido, no está tampoco a la altura necesaria; y los intérpretes, faltos de expresión. En resumen: otro fracaso.

Ficha filmográfica tomada de Filmografía general del cine mexicano (1906-1931), (p. 61) de Federico Dávalos Orozco y Esperanza Vázquez Bernal:

Producción: La Cinema. Martínez y Compañía. Agustín E. Martínez. Dirección: Enrique Castilla. Argumento: basado en un cuento de Guillermo Ross. Adaptación: José Manuel Ramos. Fotografía: Julio Lamadrid. Intérpretes: José Torres Ovando (don Juan), Rutila Urriola, Fabio Acevedo (el viejo Mendoza), Enrique Castilla (Antonio). Longitud: 8 partes.

Nota: segunda producción del distribuidor Agustín E. Martínez. Partida ganada fue anunciada como un “intenso drama netamente mexicano” y narra el trágico fin de un idilio rural que se enfrentaba a la oposición de uno de los padres. Su carácter “mexicano” se denotaba por la presencia de coleadores, peleas de gallos y paisajes de Xochimilco.

Cine Mundial, vol. 5, septiembre, 1920

En Filmografía del cine mudo mexicano, volumen II, 1920-1924, Aurelio de los Reyes nos menciona que Partida ganada tuvo su estreno el “sábado 10 de julio de 1920 en los cines Venecia, San Juan de Letrán, Trianón Palace, Casino, San Hipólito y América.”

De los Reyes transcribe, por lo expresado, comentarios del productor Agustín E. Martínez (pp. 59-60) quien considera que la película:

es una historia mexicana atrevidamente mexicana, donde hay pleitos y riñas de las que frecuentemente aparecen en la sección de ‘Tribunales y Comisarías’ de los periódicos. Pero existe también, dichosamente, un amor sencillo de aquellos que sólo ven en los pueblos rurales de este país o en las novelas de Carlota Braemmé. En el primer caso –el de la película—es un amor pastoril, cándido y tranquilo, y en el segundo caso es un amor romántico de un gusto de azúcar candí. Partida ganada tiene el mérito de mostrarnos gráficamente el alma ‘sencilla y complicada’ de nuestros charros, y los paisajes tristes y llenos de melancolía de Xochimilco. Es una película imperfecta para los que gustan de las complicaciones psicológicas y del florecimiento morboso de las pasiones, porque aun los habitantes de Xochimilco no conocen a Monsieur Phocas y porque nuestras rancheras ignoran el encanto de los demi-virges y la influencia de Willy. Imagínense ustedes una historia de amor salpicada por la rabiosa aparición del padre y por la testaruda de los novios y al fin dejan llegar, sencillamente, la imagen de los amantes de Teruel, o de alguna otra pareja que muere a la luz del crepúsculo, enlazada ardientemente. La historia es bien primitiva para aquellos devotos de los estrabismos menichelescos y las mistificaciones espirituales de la Borelli; pero, en cambio es tan humana como una obra de Shakespeare, donde los hombres se matan o se odian o se quieren a la luz del día.

Cuando Lamadrid iba exhibiéndome la película, pensaba yo en estas cosas fútiles y hubo un momento en que puse una seria objeción. Se ofrecía a mi vista una pelea de gallos, lograda con un realismo completo. El giro y el colorado se acometían tozudamente; una pareja bailaba el jarabe y el maestro Torreblanca, vestido de charro, hacía música nacional, a Dios gracias. De pronto un gallo muere; el vencedor, rencorosamente, aletea sobre el cuerpo del caído y lanza el grito triunfal mientras tiembla su roja cresta. Lamadrid entonces retiró la cámara y sólo puede verse, a los lejos, el gallo caído y la silueta lejana del vencedor. […] Y después vinieron otras escenas. Un jaripeo magnífico y enormemente largo (Lamadrid me confesó que ese jaripeo costó dos mil pesos y era necesario ‘explotarlo bien’) donde los toros se estiran al influjo de las reatas, como si fuesen de hule; donde las potrancas dibujan enormes volteretas cuando el ‘pial’ las sujeta; donde hay un ambiente de sangre, de brutalidad y de fuerza.

Perla Ciuk en su Diccionario de directores del cine mexicano en la entrada del director del filme Enrique Castilla transcribe del archivo de Esperanza Vázquez Bernal y Federico Dávalos Orozco una columna de Zig-Zag: Crónicas de Cine. Partida Ganada, Marco Aurelio Galindo, No. 13, 15/07/1920, pp. 4-5:

En Partida ganada hay detalles verdaderamente buenos. Fue muy oportuno el close-up obtenido del instante en que, sobre el mostrador de cantina, volaba hecha pedazos una copa; debido al tiro de revólver que dispara un enemigo de Antonio (Enrique Castilla) sobre éste. Asimismo, la escena de la ‘tapada’ de gallos es excelente y pudo seguirse en todas sus peripecias. Al finalizar la cinta, el close-up de los disparos hechos sobre los dos amantes por Don Juan (Torres Ovando), parecería bueno si no fuese porque abarca todo el cuerpo de la pantalla, mostrando la chaqueta y todo el brazo del cacique, así como el árbol sobre el que se apoya. Mejor hubiera sido sacar solamente la mano oprimiendo el arma y tirando del gatillo. Nada más.

La revolución en Veracruz se exhibe en el Cine Monte-Carlo y otras historias

Cartel del 12 de noviembre de 1912.

Según José Santos Valdés Martínez, estudioso de la historia del teatro en México, me relata:

Acerca del cine Monte-Carlo, me parece que se ubicaba en la esquina de lo que hoy es Ecuador y Allende. Es posible que anteriormente haya sido el Salón Allende, allá por la segunda década del siglo XX. Un saloncito que presentaba cine y variedades por ese mismo rumbo.

Para Nelly R. Tobón y Juan Carlos Briones:

Con tal nombre, además del cine que nos ocupa, también existieron algunas cantinas y bares, además del famoso cabaret que se ubicó en lo que actualmente es la avenida 16 de Septiembre, en el centro histórico de nuestra ciudad, espacio ocupado hoy en día por la pastelería Ideal.

El cine Monte-Carlo es uno de los primeros en existir en la ciudad de México; se tienen registros de sus funciones desde aquel 1914, año en que las tropas de Francisco Villa y Emiliano Zapata entran a la capital.

El cine Monte-Carlo. Se ubicaba en la 6ª calle de Allende y su espacio se encuentra hoy ocupado por el Portal Lagunilla Varios y Muebles.

Sin embargo, dada la fecha en el cartel sabemos que ya daba funciones en 1912 y se localizaba en la 6a. de Factor # 29. La cinta que se anuncia, La Revolución en Veracruz es obra, según Aurelio de Reyes, de Enrique Rosas, dato no confirmado, salvo el hecho que se exhibió en el Teatro Principal en «dos partes y mil metros de longitud», similar a la función del Monte-Carlo. En información recopilada en Filmografía del cine mudo mexicano 1896-1920, del mismo investigador » los principales cuadros de esta sensacional película son los siguientes» y son exactamente los mismos que en el Principal:

Col. Carlos Villasana
  1. En Tejería: convoy de la columna que marchó sobre Veracruz al mando del general en jefe Joaquín Beltrán.
  2. El capitán Limón acompañado del jefe de la Cruz Blanca Neutral regresa a Tejería después del penúltimo parlamento con el general Félix Díaz en Veracruz.
  3. Avanzadas federales situadas sobre la vía del Ferrocarril Mexicano.
  4. La columna del general Beltrán marchando sobre la vía del Ferrocarril Mexicano hacia Veracruz.
  5. Telegrafista en campaña transmitiendo un mensaje al C. Presidente de la República y otros para el periódico Nueva Era, corresponsal de guerra en campaña.
  6. La poderosa artillería de campaña cruzando la vía en su penosa marcha hacia Veracruz.
  7. Las abnegadas soldaderas en seguimiento de sus valientes juanes.
  8. Hermosa perspectiva de la columna marchando por las ardientes llanuras del estado de Veracruz.
  9. La columna del general Beltrán sin peripecias llega al Médano (Pocitos), magnífica posición desde la cual fue bombardeado Veracruz.
  10. Hermoso panorama de Veracruz tomado desde los Médanos.
  11. Momentos antes del combate, el general Beltrán en su dispositivo de ataque a las tres veces heroica Veracruz.
  12. Las tropas dispuestas a la lucha.
  13. La poderosa artillería de campaña haciendo fuego.
  14. La casa redonda donde se parapetaron 250 felicistas, efecto de las granadas.
  15. La Cruz Blanca Neutral conduciendo a los heridos al hospital San Sebastián.
  16. Derrota de los felicistas y entrada triunfal a Veracruz de las tropas leales el 23 de octubre de 1912, entusiasmo del pueblo.
  17. Una hora después, el pueblo congregado frente al palacio municipal donde fue hecho prisionero Félix Díaz.
  18. El general Valdés en el lugar donde aprehendió al general Félix Díaz.
  19. El 18 batallón en el corredor del Palacio.
  20. Panorámica de la plaza tomada desde el palacio municipal.
  21. Parroquia de Veracruz donde hicieron ruda resistencia los felicistas quedando en sus azoteas 30 muertos.
  22. El crucero americano Desmoines que permaneció en la bahía durante el combate.
  23. Artillería de campaña quitada a los felicistas por las tropas leales.
  24. El general Hernández prisionero del general Díaz.
  25. El comodoro Azueta aclamado por el pueblo, elogiando su lealtad y bravura.
  26. Panorámica de la estación terminal, lugar declarado zona neutral donde se refugiaron más de cinco mil personas.
  27. En el cuartel los abnegados y valientes soldados comiendo alegremente.
  28. El crucero inglés Dulpomente que llegó a Veracruz a proteger los intereses y vidas de los súbditos ingleses.
  29. Prisioneros del 21 Batallón conducidos a la prisión militar.
  30. Entrando a la prisión militar.
  31. El general Félix Díaz y demás procesados saliendo de la sala de actos después del consejo de guerra extraordinario.
  32. Prisioneros civiles inocentes saliendo en libertad.
  33. Fortaleza de San Juan de Úlua, prisión de Félix Díaz y demás procesados.
  34. El señor comodoro Azueta presenta el general Beltrán, Comandante Militar de la Plaza, a los señores comandantes de los buques de guerra que componen la flotilla mexicana.
  35. El Morelos, buque insignia.
  36. Comodoro Azueta de la armada nacional que permaneció fiel al gobierno.
  37. El Zaragoza, cañonero de la armada nacional.
  38. El general Beltrán saliendo del Desmoines, barco americano, después de corresponder la visita al comandante.
  39. Panorámica desde la bahía.
  40. Embarque de artillería y tropa para el Istmo a las órdenes del general Zozaya.
  41. Norte en Veracruz.

Hay un evento poco conocido que sucedió en este cine durante el maximato (1928-1934) relacionado con la educación socialista e implementar la educación sexual en las escuelas públicas por parte de Narciso Bassols*. En el ensayo Raised voices in the Cine Montecarlo: sex education, mass media, and oppositional politics in Mexico publicado en el Journal of Family History de julio 1, 1998 por Anne Rubenstein, la investigadora inicia su escrito con la siguiente información:

A la derecha se aprecia un costado del galerón del cine. Foto: Archivo Casasola

Una noche de sábado de febrero de 1934, tres adolescentes, compañeros en la preparatoria, asistieron a la exhibición de una película americana en un cine de la ciudad de México. Durante el cambio de rollos, corrieron al frente del teatro y comenzaron a dar discursos, gritando su oposición a la propuesta gubernamental para instaurar la educación sexual en las escuelas públicas. Finalmente, la policía se presentó para llevar a los muchachos a la cárcel. ¿Qué orilló a estos muchachos, en ese lugar y momento, a exteriorizar esa extraña protesta política?

* Ver el comentario de Miguel Ángel Morales al final de esta entrada.

«Action!» por Tracy Mathewson

En el Photoplay Magazine, Volume XI, No. 4, March 1917, pp. 43-47 y 142, Tracy Mathewson narra su experiencia de filmar una verdadera batalla en suelo mexicano al seguir con la expedición punitiva la búsqueda de Pancho Villa.

La transcripción del relato al español está en el libro de Aurelio de los Reyes Con Villa en México: Testimonios de camarógrafos norteamericanos en la revolución (UNAM, 1992), pp. 216-220 y corresponde al documento núm. 92. Tomo de esa obra la ficha de Tracy Mathewson (p. 380):

William Fox y Tracy Mathewson durane la Expedición Punitiva (Foto: Library of Congress)

Al parecer llegó a la frontera mexicana en 1913, en donde estuvo hasta 1917. Ignoro para qué empresa trabajaba durante los primeros años. En 1916 retrató las consecuencias del ataque de Villa a Columbus para el Hearst-Vitagraph News Pictorial y acompañó a la expedición punitiva comandada por Pershing. Más tarde fue el camarógrafo oficial que retrató el viaje del príncipe de Gales a Canadá en 1920. Escribió su experiencia mexicana en un artículo titulado Action publicado por Photoplay en marzo de 1917

Las ilustraciones de Grant R. Reynard adornan el siguiente relato de Tracy Mathewson:

Photoplay Magazine, Volume XI, March 1917, pp. 43

A thrilling story of a life’s ambition realized, told by a lens chronicler of border warfare

«ACTION»

HOW A GREAT BATTLE SCENE WAS FILMED: AND WHAT HAPPENED THEN

By Tracy Mathewson

Illustrations by Grant R. Reynard

For three years I chased up and down the border trying to get a moving picture of a real fight.

I lugged my heavy pack of equipment through alkali and cactus, across rivers and mountain ranges, in pursuit of “action,” which is a by-word with the “movies” no less than with the army.

And I always missed them! I was at Norias just six hours after that gallant little band of eight cavalrymen and five citizens had held off and finally whipped a band of eighty-five Mexican bandits. I arrived in a cloud of dust at the old illegal ferry at Progeso, where Lieutenant Henry was wounded and Corporal Whelman was killed. I galloped into Los Indios just two hours after the treacherous attack on the little outpost of cavalrymen. It was at Los Indios, you may recall, that Private Kraft added a brilliant paragraph to the army’s history and with it gave his life.

I got into Columbus the night after Pancho Villa and his renegades raided that town. I went in with the First Punitive Expedition under General Pershing, actually joining the army for the chance to get some real “action.” I was allowed to go no further that Casas Grandes with my camera and, of course, the expedition put off all its fighting until I had returned.

While I was turning the crank on the peace conference at the international bridge one Sunday – you remember, of course, those meetings of Scott and Funston with Minister of War Obregon – there came word of the raids at Boquillas and Glenn Springs. I suffered all the tortures of a desert hike to reach there and join the Second Punitive Expedition, commanded by Colonel Sibley of the Fourteenth and Major Langhorne of the Eighth cavalry. As soon as I saw Major Langhorne and talked with him I felt that I was really on the heels of real “action.” There’s a real soldier for you.

I stuck with him. One morning two squads left camp on two hot trails. Lieutenant Cramer and a squad from Troop B followed one of the trails, another squad took the second. I went with the second and we just galloped until the trail grew ice cold, then we dragged back to headquarters, my equipment straps cutting deep into my shoulders. Funny I never do notice the weight of my equipment when I start out. But coming back…

Well, that evening it weighed a ton. Just as we reached camp Lieutenant Cramer and his men returned tired and dusty but beatifically happy. Ahead of them were two carts loaded with the loot taken by the Mexicans at Glenn Springs. On top of each cart sat an American trooper driving. Instead of his own jaunty campaign hat, each driver wore a Mexican sombrero. In the carts were the owners of the sombreros – wounded Mexican bandits. One of them had seven holes drilled through him.

Trailing each cart were three Mexican horses, bearing gaudy saddles and scabbards from which the operating ends of powerful 30-30s protruded. In the middle of the procession was a little herd of American cavalry horses ridden off by the Mexicans at Glenn Springs.

Picturesque, you bet. And I turned the reel on them.

But as I turned my heart was as heavy as my equipment.

I missed real “action.”

I was so disheartened that my gloom began to be traditional, I guess, in every American camp and outpost along the border.

“We may have war yet,” said an artillery captain, “if we can only persuade Mathewson to leave the border.”

Suck was my luck. I had about given up hope of ever getting in on a really true fight with my camera. Then one night came a telegram from one of my soldier friends and hope, that is supposed to spring eternal, did a double, back flip-flop once more in my breast.

“Chico Canoa and a big band have broken loose in Big Bend country,” said the wire. “Killed rancher and wife and driving off horses toward Carranza lines. We start after them in an hour. Get automobile and join detachment at mouth of Dead Man’s Canyon just over Rim Rock. There at daylight. Looks like action this time.”

Photoplay Magazine, Volume XI, March 1917, pp. 45

Ten minutes later I had my equipment piled into a big motor and Bill Klondike, the greatest driver that ever held the flying wheels down into the trackless sand, had settled down to a night’s drive. We burned up the desert miles, keeping the great dipper and its sentry, the North Star, to our backs, I hoping and praying that nothing would happen to the motor to prevent the fulfillment of my engagement with the troopers. Bill Klondike was busy seeing that nothing did happen.

All night long we rode. Our headlights were thrown on bunches of cattle, huddled together for warmth. We ran around long-eared burros, who were always too interested in their midnight frolics to turn out for us. We spec by abandoned ranch houses. Occasionally, from under full-bloomed Spanish bayonet plants, a big-eyed, long-eared jack rabbit would scurry and fly across the desert – probably to gossip with the gophers and prairie-dogs about the thing he had seen flash by with eyes like two suns.

We were driving still when the dawn came. As the sun reached high enough to take the chill out of the air we topped the Rim Rock. Far across the mesa we could see the little group of cavalrymen as they reached the mouth of the canyon. There is never any chance of mistaking them.

Within an hour the morning breeze brought us the appetizing scent of the breakfast “chow” and shortly afterward we were at mess with them. Then came the order to take up the swift march. I said goodbye to Bill Klondike, who reluctantly started back on the hundred-mile trip. Then I straddled a cavalry mount and wheeled into line with the troopers.

It developed that we were on the hottest sort of trail after a pack of the most desperate bandits that ever rustled cattle along the border. The march led over some wonderful mountain trails. Mile after mile we went in single file, looking down into depths so steep that cattle looked like tiny sotol weeds. It was the most beautiful country I had ever seen. But I did not sacrifice an inch of celluloid. I was saving it all for “action.”

At noon we made a brief stop for chow and then pressed on. Just after sunset we reached a spot where the charred sticks of a fire and other signs told us that the bandits had camped a short time before. We used their fire to heat a gulp of coffee all around.

Photoplay Magazine, Volume XI, March 1917, pp. 46

There was no chance to rest. But none thought of rest. Even the big cavalry horses seemed eager to push forward. Somehow, whenever I see one of these splendid beasts my hand always itches for the crank.

At daylight we neared Ojo Chavez and caught our first sight of the bandits. About fifty of them were camped in a little clump of cottonwoods. All the horses and cattle they had stolen on recent raids were corralled nearby.

“They’re going to stay there a while,” said the officer who had sent me the telegram. “We are going to rest here all day. We advance tonight and we’ll attack in the morning. Get to your blankets and try to sleep. You’ll need it before you’re through.”

There was no sleep for me. All day we lay on top of an unnamed barren mountain in the blistering sun. The wind lifted great clouds of dust that settled on our lips, which swelled and cracked open. Eyes smarted and burned but never for a moment failed to watch the bandit camp. But it wasn’t this suffering that caused me to keep wakeful; I had suffered before in campaigns. This time, though, I seemed so near to the realization of my hopes. I just kept going over my equipment a score of times, to be sure, that nothing would be overlooked. I was tempted to start ahead and select my position. Perhaps my friend, the officer, noticed this.

“Matty, if you don’t take a siesta I’ll put you under guard,” he said. “You are my only worry. It’s a moral certainty that action is waiting us below and the only chance against it is your jinks.”

This was unkind. But each hour made the situation more tense.

At last the sun dropped behind the western range. The eagles ceased to fly over us. Little night creatures came out of their holes, looked curiously at us and scampered away. Night came.

We were called before the commanding officer. “We will divide into two squads,” said he. “The first squad will work its way around to the right of those cottonwoods and wait for dawn. The bugler probably will sound charge as soon as it is light enough to shoot. The other outfit will work down the side of this mountain and take its position in the arroyo and wait for the bugle.

“We shall be able to surprise them, probably, and clean up in the first rush. One unit will be left behind to watch our horses and cut off any chance of retreat. Wait for the bugle to sound ‘charge’!”

The officers prepared to leave. As we left him, the commanding officer beckoned me to him. “Mathewson, if we don’t wipe out this band,” he said, “you steal the nearest horse and ride for your life. Because it will be your fault.” The he told me that I would accompany the second squad, bound for the arroyo.

The second squad started down the mountain about ten. Most of the trip was made on our hands and knees. I carried my camera myself and I gave it the care that would have embarrassed a keg of dynamite. Two troopers had been assigned to help me with my tripod and other equipment. For four hours we scrambled down that mountain-side, cut by rocks until our clothes were in shreds. The cactus and Spanish bayonet jabbed at us from the dark.

Finally we reached the arroyo. I twisted a piece of handkerchief around a long gash on my salary hand before we began the agonizing crawl once more. Closer and closer we crept to the bandit camp and then the commander of our outfit passed the whisper back to halt where we were.

I rested my camera and snuggled down into a cactus bed.

The first gray streaks of dawn began to smear across the sky. I could distinguish the bulky form of Sergeant Noyes just ahead of me. Then I made out the ugly figure of a horned toad between the two of us. It seemed almost light enough to shoot, although I was content to wait.

Yet that wait was a heart-breaker. There I was on the edge of real “action” at last. Also, I was on the firing line for the first time. I tried to imagine which I cherished most, my life or the picture.

“Sh-h-h!” hissed Sergeant Noyes.

I had quite unconsciously been praying. Praying and watching the funny little horned toad between Sergeant Noyes and myself.

Photoplay Magazine, Volume XI, March 1917, pp. 47

“Where’s that bugle?” whispered someone querulously.

“Sh-h-h-!” hissed Sergeant Noyes.

The sun began to cut through the clouds. It was almost light enough for pictures. I licked my lips and prayed and looked at the horned toad. The horned toad seemed smaller. The sun rose higher.

“Where’s that bugle?” demanded a whisper behind me.

“Please God,” I prayed, “let me get this picture and don’t let me get shot. And don’t let any of these boys I have ridden and suffered with get shot. But please God, let me get this picture.”

Sergeant Noyes’ big hand went out slowly and closed over the horned toad. He tucked it in his breast pocket solemnly.

“Where’s that bugle?” insisted the voice in back of me.

“Sh-h-h!” Noyes hissed again.

“Please God, let me get this picture,” I mumbled. “Oh, God, just let me get some real action. Some real action. God…”

The bugle!

Clear and sweet came the call.

Charge!

Out over the edge of the arroyo we scrambled. I jumped over with my camera and tripod. I jammed the steel claws into the sand and rocks just as the rifles began to spit.

“Please God, let me get it,” I cried. “Please God…”

Then I turned the handle and began the greatest picture ever filmed.

“Give ‘em hell boys!” I shouted, and all the oaths I had ever learned came back to me.

One of the tripod bearers smiled at my shouting and as he smiled he clutched his hands to his abdomen and fell forward, kicking.

I snatched up my camera – how feathery light it was – and went forward with our rifles.

I timed my cursing to the turn of the handle and it was very smooth.

“Action” I cried. “This is what I’ve wanted. Give ‘em hell, boys. Wipe out the blinkety, blank, dashed greasers!”

All the oaths that men use were at my tongue’s end.

I was in the midst of it. I learned the whistle of a bullet. They tore up little jets of sand all around me. All the time I turned the crank.

One greaser made a rush for my camera. As he swung his gun, someone shot over my shoulder. The greaser threw his hands high over his head and fell on his face.

“It’s action!” I shouted.

“Next time let go that handle and duck,” called Sergeant Noyes, as he passed me. “I was lucky to get him. They think that thing is a machine gun, I guess.”

“To hell with them!” I cried. “Let ‘em come and die in front of my camera. It’s action!”

To my left I heard more cursing. Big Schwartz, the greatest football player of his regiment, was holding his big right foot up. McDonald, his Bunkie, was slapping on a first aid bandage where a Mexican soft nose bullet had torn its way.

“That ends me,” wailed Schwartz. “Now that asterisk, blank Fourteenth will cop the championship! Who’s going to punt for us?”

ilustración de Grant T. Reynard. Photoplay Magazine, Volume XI, March 1917, pp. 43

McDonald began to weep.

“Get out of here, you little runt,” yelled Schwartz. “Go in there and get those blanket spicks.”

To the right the bandits tried to make a stand. Noyes and a little squad threw themselves forward. I went along, still cursing joyously.

Right on the edge of the melee, I set up the camera again. I turned the crank gleefully.

Then in the finder I saw Sergeant Noyes fall to the ground with a big hole torn in his forehead. Slowly from the bosom of his shirt crawled the little horned toad and blinked in the sun.

Our boys drove them back into a draw. My camera was set up in the thick of it. It was the finish of the reel. From the first charge to the last stand I had recorded the greatest motion picture ever taken.

“Action!” I cried, as our boys cut them down.

Then somewhere out of that tangle of guns a bullet cut its way.

“Zz-zing!”

I heard it whistle. The splinters cut my face as it hit the camera. It ripped the side open and smashed the little wooden magazine.

I sprang crazily to stop it with my hands. But out of the box uncoiled the precious film. Stretching and glistening in the sun, it fell and died. I stood and watched it dumbly.

Sometime later, they found me sprawled face downward under the tripod. They thought I had been killed, until they heard me sob. And then they knew it was only that my heart was broken.

Victor Milner en Veracruz durante la invasión de 1914

Transcribo de Con Villa en México: Testimonios de camarógrafos norteamericanos en la revolución (UNAM, 1992) de Aurelio de los Reyes la breve ficha biofilmográfica de Victor Milner que aparece en la página 380:

Junto con Herbert Dean, Eddie Snyder, Burton Steene, Bill Harrison y Ben Strutman, integró el primer grupo de camarógrafos  de tiempo complete del Pathé’s Weekly. En diciembre de 1913 fue comisionado junto con Burton Steene para retratar las huelgas mineras en Trinidad, Colorado. De ahí le ordenaron hacer un viaje alrededor del mundo. En mayo filmó la ocupación norteamericana de Veracruz, es autor de las escenas mostradas en el número 36 del Pathé’s Weekly de mayo de 1914. Era conocido con el apodo de «El Dardanelo» por su audacia para retratar escenas peligrosas. Más tarde se incorporó a la producción comercial del cine argumental norteamericano, fue uno de los camarógrafos preferidos de Mary Pickford y Cecil B. DeMille y por Ernest Lubitsch en su periodo norteamericano.

Milner ganó un premio Oscar por la fotografía de Cleopatra (1934) que dirigió Cecil B. DeMille. A inicios de la década de los veinte publicó Face Out and Slowly Fade In donde narra sus inicios como proyeccionista y luego camarógrafo de noticieros fílmicos. Hoy sería considerado corresponsal de guerra. La obra nos recuerda cuando ser camarógrafo era un oficio, no un arte. La sexta parte de la obra se refiere a su trabajo para la Pathé’s Weekly durante la invasión norteamericana a Veracruz en 1914. Fue publicada en febrero de 1924 en American Cinematographer, páginas 9, 13, 14, 18 y 24. La liga es http://www.cinemaweb.com/silentfilm/bookshelf/index.htm. Como reza el título, la sección también incluye su actividad en Inglaterra con el rey Jorge V, información que omito pues no nos incumbe. Milner fue miembro de la A.S.C. (The American Society of Cinematographers).

Resulta curioso que Milner escriba Vera Cruz en lugar de Veracruz. Inicia Milner narrando sus problemas para encontrar un barco que lo lleve a Veracruz desde el puerto de Galveston, Texas. También fue una primicia para un servidor encontrarme con la noticia que Jack London estuvo en Veracruz durante la invasión norteamericana. Así como saber que la filmación del ataque a la aduana de Veracruz fue una recreación, pues el verdadero enfrentamiento ya se había dado cuando Milner llegó al puerto.

Recreación del asalto a la aduana de Veracruz.

Fade Out and Slowly Fade In

By Victor Milner, A.S.C. (1924)

Sixth installment wherein A.S.C. veteran covers
Vera Cruz and shoots the King of England

Returning to Denver from Trinidad, Colo., after an adventurous week of bullet dodging among the coal mine strikers and imported gunmen, I was greeted at the Brown Palace Hotel in the former city with a telegram about ten years ago that instructed me to leave for Galveston, Texas, at once, to cover the embarkation of the American troops for Vera Cruz which at that time, just as at the present, was the seat of considerable trouble in Mexican affairs.

I thought that my return to Denver would enable me to get in a period of rest after the days of uncertainty that had been forced on me at Trinidad. The scenes which transpired there were anything but a credit to American civilization, and so cordial were the various elements in the town toward newspapermen and photographers that none, of us regarded it as particularly healthful to be seen on the streets after dark.

The Nose for News

My stay in Trinidad was interrupted by a hurried trip down into New Mexico on which I embarked when I discovered that my friend, Bill Shepard, of the United Press, had mysteriously left town. Anything which would take Bill out of Trinidad at that time must have been important so I began to cast around for the reason for his leaving. But Shepard, able newspaperman that he is, left no tracks behind him and I had to do my own Sherlock Holmes work. Gradually – it was only a matter of a few hours – I got wind of a terrible mine disaster that was supposed to have happened down in New Mexico, so I took the first train out of Trinidad, and after a sleepless night in an upper berth of a tourist Pullman, I arrived early the next morning near the property of the Phelps Dodge mine.

I was in time to film rescue workers removing bodies from the charred interior. And, true to my deductions, I found Bill Shepard there. When he saw me, he looked as if he thought that I had dropped from the sky. The first thing he asked was «how the —- did you get
here?» and then went on to explain that he had to leave Trinidad hurriedly, that he couldn’t find me when he was ready to leave or he would have tipped me off. It was our custom to work together while we were at Trinidad.

Local Powers Resented Camera

I had only been at the mine a few hours when Shepard told me that the powers of that locality had become apprised of the fact that someone was there with a motion picture camera and that they, did not like the idea of my presence at all. He advised me to vamoose, and, respecting his advice I did; I vamoosed forthwith in a rented flivver. As I left the mine behind, with a film record of the disaster in the machine, I began to arrive at a few conclusions and when I reached a little town near Ratoon Pass I proceeded to carry those conclusions into effect. I took my can of film and addressed it personally to Mr. Franconi, at No. 1 Congress street, Jersey City, N.J. I wanted film to go with as few indications as possible that it was film. Scarcely had I safely deposited the can in the express office, when it became evident that my conclusions had been correct. As I was driving away I was overtaken by a high-powered automobile bearing New Mexico license plates and the driver thereof lost no time in letting it be known that he meant business, and meant it with me. He demanded the film that I had taken of the disaster but I told him that I had none. His looks all but called me the short and ugly word so I invited him to search the flivver. He did so, and, much to his doubt and disappointment, did not find what he was looking for.

Whereupon I proceeded unchallenged back to Trinidad.

So you see when I received the wire at the Brown Palace to go to Galveston it surely did appear that things were being rushed. The telegram stated that permission was being arranged through Secretary Daniels for me to sail on one of the United States destroyers. That night I was on my way to Galveston.

The Texas coast town was a beehive of activity when I arrived there. Transports alongside the wharves – brass bands – sweethearts – old mothers – tears – smiles – handkerchiefs – all that.

Self-Conscious Acting

But while everything seemed very realistic to me as the layman I, as the news cameraman, knew that it would be hard to get this atmosphere over in a news film. Have you ever noticed, in news films, that when the subjects discover that they are being filmed,
unconsciously they begin to begin to act, I might say, with the result that they do appear as they naturally would? So I determined to take the situation in my own hands to obtain some atmosphere that would appear as it naturally did. I saw an old lady standing in the shadow of a warehouse. In a glance I knew that she was a representative type, and in a few moments I was photographing her weeping on the shoulder of her «only son» as he was
about to embark for war on the U.S.S. Kilpatrick. It made a great shot considering that until a few minutes previous she had never seen her «son» before and, what was more, she had come down to the waterfront merely as a spectator. I carried the sequence through with a close-up of her shedding tears and waving her handkerchief at the ship as it pulled out in the background.

Permission Mining

In the meantime I had not been able to locate any naval officer who had been in receipt of orders from the Navy Department permitting me to proceed to Vera Cruz with the fleet. I dashed about and interviewed the commanders of the various destroyers, all of whom informed me that they had received no such orders.

Victor Milner en Veracruz. American Cinematographer, febrero, 1924

First Competitors on Job

It was getting to the critical point. The transports were leaving, as were my competitors of the newly-formed International News Weekly on a chartered sea-going tug. They didn’t forget to give me the «razz,» either, when, knowing of my predicament, they pulled out. So I was left sitting at the water-front, discouraged and downhearted.

I returned to the hotel, and telephoned Western Union which was still without word for me. I could not clear my mind of the tug leading the fleet to Vera Cruz, and the thought that I was going to be scooped so thoroughly was not pleasant in the least. In addition, I
was humiliated by my competitors’ razzing.

Belated Authority

Later in the afternoon, the phone in my room rang. The Western Union operator informed me that my permission from Secretary Daniels had finally arrived. I hung up in disgust.

Friend in Telegraph Office

After eating a late lunch, I returned to my room to pack up and had already set about doing so when the phone rang again. The lady in the Western Union office, knowing of my predicament, told me over the wire that an old cattle boat was clearing for Vera Cruz within the next few minutes.

Cattle Boat Intervenes

Hardly pausing to hang the phone up, I dashed downstairs, jumped into a taxi and was at the dock and talking to a cattle boat’s skipper in short order. I told him that I was a newspaperman – to have described myself as a news cameraman would have meant little at that time – and made known my wants. He quietly told me that there were no cabins left, that they were to leave for Vera Cruz in ten minutes, and that if I could return with my outfit within that time I was welcome to what quarters I could find aboard the ship.

I was on my way back to the hotel in an instant. I rushed my trunk and outfit down into the taxi in the flash of an eye and shot back toward the dock. It was raining hard and the streets were very slippery. The driver heeded my instructions and «stepped on it» with much skidding and several close escapes from collisions.

Blockaded by Freight Train

Just as we were within sight of the dock, a freight train pulled across our path and anchored, blockading the street. I could see all our skidding and efforts come to nothing. The minutes that we were stalled there seemed like years, but I was able to hurl my camera
outfit aboard the boat and clamber on myself just as the bow was swinging out.

Celebrities on Cattle Boat

Much to my surprise, I found Jack London, his wife, Brown of the Chicago Daily News, and other celebrities aboard the cattle boat. The company may have been distinguished, but the surroundings surely were not. I was able to effect a deal with the first mate whereby I occupied his quarters- such as they were, with the cockroaches and other vermin playing hide and seek while the very decided aroma of the cattle below permeated the atmosphere.

First at Vera Cruz

But we arrived in Vera Cruz, and arrived there in good time – time enough, in fact, for me to have set up and to have been photographing my International News rivals as they came into port on their chartered tug. There weren’t two more surprised men in Mexico than [Ariel] Varges and [A.E.] Wallace of the News when they saw that it was I who was taking pictures of their arrival in the Mexican port. They were even more surprised than Bill Shepard was when he met me at the mine disaster in New Mexico. Incidentally, since I last saw Capt. Varges, whom I had the honor of initiating into the lore of the cinema camera, he has represented International in all parts of the world, having recently returned to the East from a lengthy journey. How different it must be in Vera Cruz today with several news reel agencies being represented where a decade ago only a single outfit had arisen to challenge the supremacy which Pathe had established.

Attack on Custom House

If any of the readers have a powerful enough memory to recall the Pathe scenes of Vera Cruz during Uncle Sam’s occupation they may remember the attack on the custom house. Well, if you promise to keep it a secret I’ll tell you that the attack had already transpired when I arrived in Vera Cruz. With the aid of Ensign Martin, of the U.S.S. Texas, and necessary permission and troops, the attack was reproduced perfectly- so perfectly in fact that our very keen editor in Jersey City took it for the real and original, and complimented me highly for it. Which goes to prove that the right sort of direction has its place in news reels, too.Vera Cruz at the time was a riot of color – generals, naval officers, beautiful women. Richard Harding Davis was there, but did not mix with the «boys» as Jack London did. Martial law was in effect. The late General Fred Funston was in command and things gradually were returning to «normalcy» under his able command when, one day, while at lunch with my brother photographers, a rumor reached us that the Mexicans were preparing for an attack on the water-works. We went immediately to Gen. Funston’s headquarters and were given permission to accompany the troops. The soldiers were on the way and doing double time up the narrow gauge railway. There was a dozen of us with cumbersome outfits which were mostly Graflexes and, other still cameras. Mine, with a tripod and an extra magazine, was the heaviest of all, and it was not an easy job to lug it double-time up-hill in tropical weather. It required a smart man that I to suggest that we find a hand-car and let it work for us- and, that man was Jim O’Hare of Collier’s Weekly. How we did perspire pumping that handcar.

Of course there wasn’t any attack. Gen. Funston was a little too fast for them. The only attack that I experienced was one of «chiggers» which required a vaseline «bath» in
the hospital to stem their onslaught.

Quarantined in Galveston

We finally left Vera Cruz but my troubles were not over. When we arrived in the port of Galveston we had to remain aboard in quarantine a week- the U.S. in sight all the time – before we were permitted to land.

My next big assignment after that in Vera Cruz was relayed to me one day when I was in the Brown Palace Hotel in Denver. The telegram was very brief, instructing me to report to New York immediately to go with the Giants and the White Sox on their tour around the world.

¡Tercera llamada, tercera!

Reseña publicada por Gustavo Curiel quien es Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.

Aurelio de los Reyes, ¡Tercera llamada, tercera! Programas de los espectáculos ilustrados por José Guadalupe Posada, México, Instituto Cultural de Aguascalientes, Seminario de la Cultura Mexicana, Conaculta, 2005, 213 pp., 89 ilustraciones.

Portada (IIE, UNAM)

¡Tercera llamada, tercera, comenzamos! No cabe la menor duda de que los libros de Aurelio de los Reyes -aparte de la pulcritud y la solidez con que realiza las investigaciones que los sustentan, la erudición y la corrección académica que los caracteriza- tienen mucho que ver con una hermosa palabra: “nostalgia”. Basta recordar algunos de los títulos y los subtítulos de la vasta producción bibliográfica de De los Reyes para darse cuenta de que en algún momento las sesudas investigaciones se ligan, o son producto, de recuerdos vividos y no vividos por él. En sus escritos se percibe siempre algo de autobiografía que tiene que ver con la nostalgia, con los sabores de antaño, con la provincia, con el barrio, con las estrellas del cine nacional, con el México de cuando él fue niño, o de cuando sus mayores fueron niños. Traigo a colación: Los caminos de la plata, Vivir de sueños, Y el cine llegó…, ¿No queda huella ni memoria? Y la cuenta sigue.

¡Tercera llamada, tercera! es a mi modo de ver un magistral acto de prestidigitación -“suntuoso” y “notable”- como aquellos que ejecutara el Profesor Peter en el Salón Azul de la calle de Ayuntamiento en la Ciudad de México a principios del siglo XX, frente a un nutrido público que quedaba absorto y maravillado con los notables trucos de magia a cargo del extranjero doctor y sus paleros. Por medio de la lectura de las páginas del libro, Aurelio de los Reyes transporta a los lectores al mismísimo interior de los teatros que funcionaban como salas cinematográficas o espacios para diversos espectáculos. Nos hace ocupar un sitio de honor en las plateas, en los palcos o en las harto populares y aguerridas galerías, para presenciar un buen número de representaciones nostálgicas de la más variada índole: cine, teatro, magia, circo, toros, música, peleas de gallos, coros, desfiles, bailes, zarzuelas, pastorelas, jotas aragonesas y tangos.
Permítaseme una digresión…

Circo. Domingo 28 de marzo de 1909 (IIE, UNAM)

A finales de los años cincuenta, una de las cíclicas tareas que mi madre y mi tía María (las dos cinéfilas a ultranza) realizaban los martes y viernes de cada semana -a manera de peregrinación-, después de recogerme en la puerta de la escuela, era enterarse de los últimos cambios de programación de los cines en las carteleras de la colonia donde vivíamos. Tarea, como veremos, bastante sencilla, puesto que no había que ir, cuadras más adelante, a los cines (los anuncios que aparecían en el periódico, según ellas, siempre contenían errores, por ello la fuente confiable para conocer la programación precisa eran las carteleras). Bastaba con acercarse a unos marcos de metal que resguardaban en su interior una delgada plancha de lámina galvanizada sobre la que se colocaban los carteles con la programación impresa.

En ese entonces era muy común ver por las calles de las colonias de la clase media de la Ciudad de México a un hombre vestido con “overol” y sombrero de paja, que cargaba bajo el brazo rollos de papel de china de colores; entre sus instrumentos de trabajo se contaban una brocha gorda de gruesas cerdas blancas, un bote con engrudo, otro con agua, un cepillo y una filosa cuña, instrumento cuya función era la de borrar, para siempre, esa particular historia de la cinematografía local. Ese trabajador se daba a la tarea de pegar en las esquinas de las principales calles de la colonia (muchas cortadas en pancoupé) carteles donde los curiosos vecinos leían sobre los nuevos cambios de la programación de los cines. Junto a las carteleras era común ver un estanquillo, una casa para zurcir las “corridas” de las medias de nailon, una tlapalería o una mercería, esta última siempre atendida por dos solteronas muy mayores. En las construcciones de esquina, generalmente ocupadas por accesorias de renta, había carnicerías, panaderías, expendios de hielo, lecherías, recauderías, pollerías, carbonerías, expendios de petróleo y chapopote y papelerías. Estos negocios -diríamos ahora “giros comerciales”- defendían las paredes de sus espacios con pequeños y garigoleados rótulos de chillantes colores pintados al aceite que, amenazantes, rezaban: “Se prohíbe anunciar”. Con ello, los sitios donde se podía pegar la publicidad de los cines de las colonias quedaban perfectamente restringidos a los espacios determinados por los marcos de las carteleras. Los cines Lindavista, el Lido, el Tepeyac (estos tres obras del arquitecto norteamericano Charles Lee), el Majestic, el Roxi, el Cosmos, el Ópera, el Balmori, etcétera, tenían sus propias especialidades cinematográficas y, por consiguiente, su propio público (el cine de la Villa, desde la inaceptable perspectiva clasista -diríamos ahora políticamente incorrecta- de mi madre y mi tía, había sido catalogado por ellas como “de cine nacional para sirvientas”). Por supuesto, cuando uno llegaba a los cines, el mismo cartel-programa estaba dentro de sus marcos y había otros que anunciaban, desde el viernes, la ansiada programación de las matinés dominicales (a las que sólo asistían niños con alguno que otro chaperón). Desde mi butaca, no importaba el cine, vi todas las películas que llegaron a México del rumano Tarzán de Johnny Weismuller, una y otra vez, Las Minas del Rey Salomón (1950), Los Vikingos (1958), Ben Hur (1959), Sabú y la lámpara maravillosa, La tumba de la momia (1942), el horroroso y babeante Sabueso de los Basquerville (1939), la monstruosa trilogía de: Godzila (1954), King Kong (1933) y Motra (1961), las tramas detectivescas y de suspenso del cine norteamericano, Viaje al centro de la Tierra (1959) con Pat Boone, al igual que el ya clásico filme El Vampiro (1957) con las correrías del refinado conde Karol Lavud-Duval, encarnado por el genial actor español Germán Robles que se transformaba en un murciélago de cartón que colgaba de un hilo de ninguna manera oculto. Todo esto propiciaba un amplio y variado repertorio de vivencias que formaba parte de la cultura de los niños de las colonias. Una vez vistas las películas jugábamos en los parques a ser parte y protagonista de ellas.

Corrida de toros. Domingo 28 de mayo de 1909 (IIE, UNAM)

El gozo aumentaba cuando llegaban a los cines los festivales de caricaturas norteamericanas (todos los de Walter Lanz, Hanna-Barbera y los Looney Tunes del momento). Del cine de Walt Disney, mi preferida era Pinocho (1940); en menos de dos años pedí que me llevaran catorce veces a verla, lo cual se me concedió. El cine mexicano para menores, aunque poco, también me maravillaba. Aún está vivo entre mis recuerdos de infancia el grotesco ogro de Pulgarcito (1957), protagonizado por José Elías Moreno; actor que para su caracterización echaba mano de una peluca pelirroja y un vestuario similar al del Teatro Fantástico de Cachirulo. Mediante los efectos, Moreno volaba con sus “botas mágicas de siete leguas” al ras del suelo por entre los pinos de lo que seguramente era Popo Park. Tampoco he podido olvidar a Esther Williams en Escuela de sirenas (1944), cuando nadaba entre saltarines chorros de agua y se lanzaba al vacío desde enormes trampolines de “hollywoodesco” oropel, en el más cursi ballet acuático que la mente humana haya concebido, lleno de luces y robustas nadadoras de cara de corazoncito, enfundadas todas en traje de baño completo; el galán era Red Skelton.

Martes y viernes eran, puedo decirlo, unas borracheras de cine con cruda incluida. Entrábamos a las salas antes de las cuatro de la tarde, después de haber hecho la tarea corriendo, y sólo después de tres películas regresábamos a la casa. Cuando las cintas eran de horror sus recuerdos no me dejaban dormir y, cuando lo conseguía, tenía pesadillas. Otro de mis recuerdos de los cines de las colonias son los largos intermedios en los que el “cácaro” nos “recetaba” una docena de vistas fijas (debieron de tratarse de las primeras diapositivas) de anuncios comerciales muy locales, entre las que destacaban la remodelada tlapalería de don Rubén y su hijo, las mueblerías de españoles atestadas de camas y otros muebles de lámina con calcomanías pegadas, los baños de la colonia (turco, ruso y vapor) –también manejados por gallegos-, las casas que reparaban con rapidez y eficiencia las planchas (cambiando la famosa resistencia, el enchufe o el cordón), -éstos giros comerciales también sustituían los negros hules de las ollas exprés cuando ya no cerraban bien, y reparaban las licuadoras de las casas cuando el motor se quemaba (cosa que sucedía todo el tiempo). En las vistas fijas de los intermedios no faltaban los anuncios de la famosa Glostora y los peines Pirámide. Esta repetitiva dinámica de ir a los cines de las colonias sólo se interrumpía cuando había que ir al cine de manera más formal, es decir, a los estrenos; para ello se iba al centro en un “Postergado” con el objeto de acudir a las salas de lujo: al Variedades (casa construida por Silvio Contri); al Alameda (con sus repetitivas proyecciones de estrellas y nubes que recorrían el azulado techo de un pueblito mexicano, a manera de firmamento neovirreinal); al Palacio Chino (laberíntico y polvoriento lugar atascado de budas, alfombras orientales, vistas de complejas ceremonias de té, mandarines y su corte, fenghuangs y tibores de pacotilla); al Metropólitan (con su monumental escalera); al Real Cinema (con sus candiles de gotas checoslovacas); al Chapultepec; al Roble, etcétera. Los circos y las ferias que se montaban en los terrenos de Buenavista, y el de los hermanos Atayde, que año con año se presentaba en la Arena México (1956), anunciaban también en las colonias sus espectáculos; alguna vez observé un desfile de trapecistas y animales por las calles de Insurgentes Norte. Huelga decir que año con año había excursión de niños a Buenavista para ver a los animales que más tarde ocuparían los llamados espacios de tres pistas.

Vuelvo al tema…
Sólo después de leer ¡Tercera llamada, tercera!… comprendí la larga tradición de los programas de cine y teatro, de circo y toros, de peleas de gallos y otras atracciones que todavía estaban vivas en los años de mi niñez. Larga tradición de una mercadotecnia de imagen y tipografía que vi acabarse frente a mis ojos de la noche a la mañana.

Función de cinematógrafo. Domingo 23 de mayo de 1909 (IIE, UNAM)

En 1976 -cuenta Aurelio de los Reyes en el libro- un golpe de suerte le hizo dar con un invaluable material –a punto de ser triturado- que le permitió reconstruir ricos aspectos de la vida diaria citadina en lo tocante a la diversión en los barrios de la Ciudad de México a principios del siglo XX. Aurelio de los Reyes ha descubierto una interesantísima faceta del afamado grabador José Guadalupe Posada, la cual resulta fundamental para entender la cultura popular del siglo XX. Otros autores han hablado de Posada como grabador, del grabado popular y su inserción en la historia nacional y la historia del arte, del cine, etcétera. Yo prefiero centrarme en la rica y abundante información contenida en los programas de espectáculos, aquella que remite al jolgorio, a la diversión, a la magia de los teatros de los barrios. Más adelante tocaré, aunque sea a vuelapluma, puesto que soy estudioso del mundo virreinal, el tema de la supervivencia del barroco en la obra de Posada.

Junto con las tandas de vistas, es decir, películas de muy corta duración (antecedentes inmediatos de las borracheras de cine a las que me referí líneas arriba), el Salón Azul ofrecía otras variedades para agasajar al público. Destacaron, el sábado 26 de enero de 1907, los “notables actos de prestidigitación” a cargo del famoso Profesor Peter. Junto a estos actos de magia, el empresario no dudó en meter un número de tango a cargo de la Romero. Por su parte, el Teatro Guillermo Prieto –con quien Posada tuvo una relación muy fuerte, anunciaba para el 1º de abril de 1906 un “selecto y costoso repertorio de hermosísimas vistas de larga duración y sorprendentes transformaciones”. El cartel anunciaba: “Esta empresa es la primera que pone verdaderamente animadas sus vistas, pues todos los personajes que en ellas figuran, hablan, gritan, cantan y el público por consiguiente, tiene ocasión de apreciar en toda su plenitud las escenas chuscas, los episodios dramáticos, en fin todo lo que le da vida y animación a tan espléndido espectáculo.” El mismo teatro, en las funciones del 16 de mayo de 1909, no escatimó en proyectar 16 vistas, incluida la “exhibición de la sensacional película de 900 metros de largo de la lucha entre Fitzimons y O’Brien”. Los musculosos pugilistas norteamericanos sostuvieron trece “formidables asaltos”. La película, de larga duración, transcurría en 30 minutos, lo que era una novedad para su momento. Posada, al hacer la ilustración que describe el combate cuerpo a cuerpo entre Fitzimons y O’Brien, debió -como dice De los Reyes- tener a mano una imagen que le sirvió para ejecutar la ilustración. Los tipos físicos de los boxeadores, creo, son los arquetipos de belleza y fortaleza norteamericanos de la época, rasgos muy saludables que pueden encontrarse en figuras de la publicidad de medicinas, jarabes y pastillas norteamericanas de la época. El cartel dice a la letra: “La vista es excepcionalmente clara y todas aquellas personas que no han asistido a estas famosas luchas pugilísticas que se verifican en los Estados Unidos, pueden darse perfecta cuenta de lo que es este espectáculo desconocido en esta Capital.” El vencedor fue el bigotón O’Brien, quien se adjudicó el título de campeón del mundo.

Años más tarde, en 1909, el gran cinematógrafo Salón Nuevo, de la segunda calle del Salto del Agua, reseñaba en otro cartel lo que pasaba cuando las proyecciones de las vistas no eran de calidad. El público “se desahogó, arrojando a la plaza cuanto a la mano tenían, como naranjas, papas, etcétera, habiendo personas que en el colmo del disgusto se quitaron los zapatos, [y los] calcetines, […] y [los] tiraron como protesta”. En cuanto a las vistas que se proyectaron ese día destacan, por sus títulos, Ocupaciones del hogar en Egipto, la vista de una Terrible ráfaga de viento, Ratero sentimental, Aprendiz de arquitecto, Las muñecas vivientes y, otra vista, titulada: el Contramaestre incendiario, esta última promocionada especialmente en el programa como una “sensacional vista”. Los precios eran, en primera clase, con derecho a una tanda: diez centavos; en igual categoría, todas las tandas por 25, y en segunda clase cinco centavos por una tanda. Al final del programa con tipografía muy menuda se advertía a la concurrencia: “no se responde por las intermitencias de luz”.

Don Juan Tenorio. Miércoles 1 de noviembre de 1905 (IIE, UNAM)

Las vistas eran -a decir de Aurelio de los Reyes- de todo tipo. Basta ver los programas para observar la gran variedad de los asuntos que tocaban. Junto a la proyección de la Historia de la hoja de té, estaban las vistas: Me están esperando a comer, Desgracias de una cocinera, La primera vez que monta a caballo, Cásate y verás, Las dos huérfanas (cinta que debió hacer llorar a moco tendido al respetable), La madre del anarquista o aquellas francamente moralistas como Ladrón y criminal. Recordemos que ideológicamente el cine y el teatro fueron en esta época “Escuelas de la Virtud” donde los estratos populares aprendían por primera vez ciertas formas de comportamiento social.

Un programa del Circo Teatro Orrín anunciaba para el domingo 4 de marzo de 1906: “Desfilan los artistas más hábiles. “Éste retuerce su cuerpo cual si fuese de mimbre y toma formas extrañas; aquél ejecuta peligrosos equilibrios a gran altura; los que le siguen hacen del acrobatismo una especialidad sorprendente; viene el clown y estalla la risa; aparecen las fieras y se contrae el corazón por el temor; luego los grotescos saltimbanquis hacen cambiar la actitud del público y en este flujo y reflujo está la fuerza del espectáculo.”

Para la programación del Circo Teatro Variedades, de Ferrocarril de Cintura y 6a. de Díaz León, en su función de recreo del 28 de marzo de 1909, Posada incluyó una representación del Gran Fonógrafo Edison que, como bien señala De los Reyes, tiene mucho en común con la forma de la composición de la famosa escena del baile de los 41, sólo que en esta imagen no hay “vestidas” ni hubo redada. Otras dos escenas complementan el programa, una vista del palo ensebado y otra de la barra trapecio. Ese día, el público -después de bailar de 3 a 6, al compás del sonido del gran fonógrafo Edison- se deleitó con un paseo de argollas, rompe cabezas, el sube y baja, la resbaladilla, un toro embolado, un rehilete, voladores, columpios y “demás aparatos de este género”.

En cuanto a los programas de toros, que escasean con obra de Posada, el del 29 de octubre de 1905, para la Plaza de Toros México, anunciaba con bombo y platillos la “Presentación del valiente matador de toros Antonio Ortiz ‘Morito’.” En la función de El Toreo del 28 de marzo de 1909 se ofreció “no un espectáculo de toros sino una exhibición y concurso de charros, competencia de jinetes, concurso de caballos de tiro y jaripeo”. La locura debió recorrer el graderío cuando el 25 de marzo del mismo año, se presentó en la misma plaza la lucha entre el hermosísimo león africano Nero y un toro bravo llamado Puntal. El espectáculo se complementó con un jaripeo con novillos y yeguas brutas, en las que alternaba un equilibrista. Acto circense denominado “Paso del Niágara”, donde un reputado artista mexicano -dice el programa- “ejecutará el difícil acto de atravesar la plaza de lado a lado en su parte más alta, encima de un cable”. Cabe agregar que de la brutal lucha entre el león y el toro, quien resultara triunfador lucharía inmediatamente después contra un cocodrilo. Con letras más grandes el programa anunciaba “Verdadera y única lucha de un león, un toro y un cocodrilo.” Y agrega que el “León Nero y el toro Puntal […] están a la vista en la Plaza de Toros”. Brutal circo romano trasladado muchos siglos después a un coso de la Ciudad de México.

El Teatro Guillermo Prieto, ligado como se ha dicho a la obra del grabador Posada, también montó obras de teatro de corte religioso. El programa de San Felipe de Jesús correspondiente al aniversario de la canonización del santo mexicano del 5 de febrero de 1905 es una buena muestra de la carga barroca que traía a cuestas el notable grabador y que todavía estaba viva en la primera década del siglo XX. Se incluía como atracción especial un “Gran coro de religiosos”. Los retablos dorados, las pinturas virreinales de santos y la Virgen de Guadalupe están, como bien señala Aurelio de los Reyes, en el trasfondo de algunas de las composiciones de Posada, principalmente en las de corte religioso, que el historiador del cine denomina de “composición de retablo”. Los ángeles y otras figuras de Pedro Ramírez, Simón de Pereyns y José Juárez, llegaron a los grabados de Posada vía el buril y la zincografía. Esta misma solución formal, la de “programa retablo”, se repite en la historia de Chucho el Roto. La cual como recurso moderno incluye una fotografía del gran dolor de cabeza del jefe de la acaudalada familia Frisac de San Agustín de las Cuevas.

Lucha entre Fitzimons y O’Brien. Domingo 16 de mayo de 1909 (IIE, UNAM)

Las empresas teatrales recurrían a utilizar otros ganchos para atraer al público. Por ejemplo, el multicitado Teatro Guillermo Prieto hacía rifas de relojes despertadores entre el público, toda una novedad para los estratos sociales populares. Si la suerte le socorría, con el mismo boleto, aparte de ver todas las atracciones, un espectador podía ganarse un reloj despertador y llevar la modernidad a su casa.

En el cuidadoso análisis de las obras representadas en los teatros de barrio que hace Aurelio de los Reyes, se perciben, entre otras, las siguientes directrices: las de carácter histórico, las de acontecimientos del siglo XIX, las moralistas, las de religión y las de literatura. Los juegos de tramoya eran parte fundamental del lucimiento de los montajes. A mayor cantidad de trucos, transformaciones, escenas de mutación, etcétera, mayor era el éxito de las representaciones. En las pastorelas Bato se convierte en Garza y se le alargan las narices; Bras se transmuta en un burro “pues le crecen la cola y las orejas”. En la vida de San Juan de Dios, redentor de prostitutas, Margarita torna su delicada belleza en un efectista y horripilante esqueleto a la vista de todos; en la vida de San Felipe de Jesús, Puebla es Manila, y la higuera reverdece ante a la vista del público que acude a los teatros a recibir una lección, ya de moral, ya de historia, ya de religión, o de maneras de comportarse. Para el montaje de Don Juan Tenorio, el correspondiente programa del miércoles 1º de noviembre de 1905 anunciaba una “¡Hermosa decoración de panteón! ¡Estatuas corpóreas! Esqueletos, sombras! ¡Fantasmas! ¡Espectros! Vistosísima decoración de Gloria iluminada con multitud de focos de colores. ¡Ángeles, Querubines! ¡Lluvia de oro¡ Elevación de las almas de don Juan y doña Inés al cielo. Bonito cuerpo de baile dirigido por la primera bailarina, señora Jesús López. ¡Entusiasta jota aragonesa! ¡Bailes de espectros, de ninfas, etcétera! En otra obra, con cromotropos giratorios (tal vez caleidoscopios) se agregaron coros interiores, hubo lujosísimos trajes, hermosas melopeas [sic por melopeyas] [y] música rítmica.”

El Gran Circo Fénix anunciaba en 1907 una “Archidespampanante función” que incluía la presentación del célebre atleta ruso Roustolff quien, a decir del programa, “después de Sansón no ha tenido quien le iguale”. En esta misma función se describe al Clown Toni como el “antídoto de la tristeza, la explosión de la alegría, el rey de la gracia, el sultán del chiste, el emperador de la risa, el emir del gusto…” El domingo 15 de octubre de 1905, junto a la seria y adusta representación histórica de Cristóbal Colón, se incluyó como final de fiesta una “Marcha de Amazonas”, a la que siguió un “Gran Coro de Maricones”.

El cerro de las Campanas. Lunes 11 de septiembre de 1905 (IIE, UNAM)

Aurelio de los Reyes analiza los carteles-programa y programas de mano desde todas sus aristas posibles. Incluye un apartado de los programas de teatro, cine y otros espectáculos en Europa, donde destacan las letras futuristas de complicada “antitradición” tipográfica propias del lenguaje publicitario moderno. Aborda los programas, habla de los teatros y de las obras representadas. Incluye grabados de otros autores como los de los Manilla (atribuye y rechaza las autorías de las imágenes); da cuenta de las casas de tipografía y las imprentas de la época; analiza los marcos art nouveau y rococó, y los de fina línea; nos remite a las fuentes iconográficas de las imágenes; da cuenta pormenorizada de la descripción y la narración en el doble juego imagen-texto, para luego terminar con un apartado que recoge la polémica acerca de las técnicas que utilizó Posada y los juicios de la historiografía para la obra gráfica del notable grabador.

Lo dicho aquí es apenas un atisbo a la riqueza del libro de Aurelio de los Reyes, que se mueve entre la historia de los programas de espectáculos, el grabado popular, la historia de los espectáculos, la historia de la tipografía, las técnicas de reproducción masiva, etcétera. Libro breve, lleno de sorpresas en cada comentario, en cada imagen.

En la función de recreo que esta tarde nos ha preparado el empresario Aurelio de los Reyes en este “Gran Teatro Lerdo de Tejada”, de la calle de República del Salvador 49, antes Teatro Arbeu, aparecen como novedosas atracciones, en igualdad de circunstancias:  Fitzimons y O’Brien, el bellísimo león africano Nero; un cocodrilo; la Romero con sus tangos; la simpática actriz Señorita María Servín; La Llorona; una compañía acrobática de variedades, fieras y animales; el Cerro de las Campanas; el novio de doña Inés; San Juan de Dios; Ana Bolena; don Francisco de Quevedo; don Juan Manuel y el virrey marqués de Cadereyta; Bruna la Turronera; tapados y careados de cinco libras; el paso del Niágara; los Mártires de la Inquisición; Porfirio Díaz; la Virgen de Guadalupe; el Máscara Rojo; Los seis grados del crimen; Sara de Córdoba vestida de Caperucita Roja; Miguel y Luzbel; el Vesubio de Nápoles; Cristóbal Colón; la Cabaña del tío Tom; Juárez y Maximiliano; Julieta y Romeo; Los Mártires de Tacubaya; La Cenicienta; Isabel la Católica; un atleta Ruso, Toni el Clown; el grabador Posada, los Manilla y como final de fiesta un Gran Coro de Maricones. Esperamos que la función sea de su agrado. Nota: Se admite el retapo arreglado. La empresa se reserva el derecho de admisión. No de devuelven las entradas. Otra nota: Los pianos y órganos que se usan en este teatro son de la acreditada casa A. Wagner, sucursal Zuleta Nos. 12, 13 y 14. Muchas gracias.

*Gustavo Curiel es Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.